(Una vez le pidieron a Louis Armstrong que definiera el blues. ``¡Señorita'', respondió Satchmo, ``si lo necesita preguntar, es que usted no lo tiene''!)
La costa se aleja, la brisa golpea la ancha espalda de Moreira. Ya los manotazos, los rudos abrazos, ya las bienvenidas. Sus compañeros nuevamente reman, en ambiente de afane varonil donde el esfuerzo, la competencia, las bromas y las malas palabras.
Por costumbre, Moreira se desplaza a la popa de la barca, cerca del timonel que, como los de las otras tres embarcaciones que los escoltan, espera adentrarse en el mar para encender los motores y navegar a toda prisa.
Ya sofocaron las antorchas. En la playa de Macaria se desdibujan lentamente tres, cuatro siluetas. Inmóviles, Horacio y el joven gordo, que tiene su cabeza revuelta de historias, se le figuran a Moreira dos estatuas enfrentadas a los primeros dorados de la mañana, como si la luz los petrificara.
La muchacha bonita por su parte camina rumbo a la marisma, esa tierra de nadie donde anidan las culebras y los lagartos, donde los flamencos se apa- rean, donde lo salado se junta con lo dulce.
A salvo del ahogo, cansado y perseguido, en los fugaces roces con Clancy a lo largo de estos días, y en el profundo abrazo final flotando en el agua, Moreira sintió despertar de nuevo en sí al hombre. Le recordó lo que es una mujer. Ese apetito. Ah, esa vida. Ya se desquitará en Colombia.
Moreira es el primero que se percata de lo que hará Clancy: meterse en la marisma. Tal como va, descalza y mal vestida. Pero Moreira supone, porque se identifica con ella, que esa muchacha de piel tan blanca es indestructible, así que no se preocupa.
Clancy ondula en el borde de la playa, coloreada en un rojo como de tejido humano, a través del liquido amniótico, hasta hacerse diminuta y perderse en la claridad.
Finalmente, también se borra el islote de la Estrella.
Llegando a Maracaibo, Moreira planea reportarse con el capitán Gordon, a ver si lo acomoda, y notificarle que la Galatea quedó en Puerto Zarco, secuestrada por los pistoleros del sindicato, y que valdría la pena rescatarla. Y eso, si está Gordon.
Que no estará. Lleva tres meses por el lado de Tierra del Fuego, metido en no sé que ansia antártica de esas que le dan. Pero eso Moreira lo ignora todavía.
En la marisma, el tiempo es un enano. Un aire pesado croa, burbujea, asfixia la quietud. Los soplos del mar arrastran esporádicamente el hedor a pez muerto, a pudrición y fermento. El Sol asciende, desnudo e inmisericorde.
La bonita es todo menos sensata. ¿Cuándo sí? No le doblegan el capricho de andar los fondos del lodo ni el calor en aumento. Mas los mosquitos, jueces golosos e implacables, arrasarán su piel de porcelana, y qué Sibila ni que las arañas, aquí eres de carne y hueso y sangre, y la harán correr despavorida, salir a Macaria, seguir de largo y perderse en la carretera, visiblemente sorprendida, humillada por las ronchas.
Horacio la verá pasar desde la cabaña y pensará: ``Y ora, ¿qué le picó?'', y con conocimiento de causa, lo imaginará.
You know I don«t like to travel
But the blues me to roam.
Well you know I can do no better.
Oh I feel something down the ground.
(Byther Smith, en el blues No me gusta viajar).
Una semana después, Horacio va por la carretera de regreso a Saguala. Ya pasó entre Delicias y el rancho del líder sindical Lucanio Mora, cuyos pistoleros siguen allí, esperando atrapar a Moreira. Para no pensar en nada escucha La hora de la quebradita, el programa estelar de Radio Zarco, que no da para más.
Contra el ruido del viento y el zumbar filarmónico de los juncales, el retumbo de la música queda reducido a un entrechocar de latas vacías, a síncopa de redova y voces ganosas.
Lo arrulla la vibración constante del motor. Lo mece a plenitud el olvido. Momentáneo, siempre momentáneo, pero alivio. Harto del radio, cambia a Fono a que suena el caset que esté. Uno de blues. Al final, es lo único que queda, se conduele de sí, solito, muy a la manera del blues. ¡Buaa!
Al aproximarse al desvió a Solano y la laguna, reconoce la triste figura del alto, no lo recordaba tan flaco, con su mochila, esperando algún camión de pescadores. Horacio sigue de largo, no lo voltea siquiera a ver. El otro, que ya iba a hacer la señal de alto, reconoce el carro y reprime el dedo, la mano y el brazo.
Por el retrovisor se reduce a nada la figura del alto. Ya estuvo bueno, piensa Horacio. Ya estuvo bueno, se queda pensando el alto.