La detención en Londres de Augusto Pinochet es un acto de justicia histórica. No hay olvido. La humanidad entera hoy recuerda sus crímenes, cometidos en los días negros de la traición al presidente Allende, asesinado en el palacio de La Moneda; recuerda a los miles de chilenos detenidos, torturados y luego desaparecidos en los años ominosos que siguieron al golpe militar del 11 de septiembre. No hay olvido. Ese es el mensaje que nos llega desde la clínica de Londres donde yace, arrogante y enfermo, el viejo dictador.
Más allá de las importantísimas implicaciones políticas y judiciales del caso, sorprende la actitud de Pinochet, la soberbia que lo lleva al extranjero sin cuidado alguno ante la causa abierta por los jueces españoles. Allegados y burócratas cercanos al general han dicho que su viaje fue ``un error'', una decisión individual y equivocada, aunque ahora invoquen la inmunidad diplomática y con ella obligaciones del Estado. Y a la vista de los resultados no se puede decir menos. Pero el ``error'' de Pinochet no es fortuito. El escritor chileno Jorge Edwards, que algo sabe del asunto, piensa que la conducta del senador vitalicio es resultado de cierta ``excentricidad'' que lo lleva a asumirse ``como si fuera el centro, el ombligo del universo''.
``Creo que algo de esto sucedió durante el golpe de Estado de 1973, y sospecho que el general Pinochet todavía ve las cosas desde esta perspectiva. El no sólo está convencido de haber salvado al país del comunismo: está convencido, además, de haberle infligido al comunismo su primera gran derrota, de haber iniciado el proceso que lo llevó algunos años más tarde a su derrumbe. Ni más ni menos (El País, 20,98).
``Pinochet viajó para los funerales de Franco y tampoco entendió la hostilidad que nota en las calles ni la invitación discreta de las autoridades a abandonar España en vísperas de la proclamación del rey. Ha transcurrido alrededor de un cuarto de siglo y todavía no entiende. Si hubiera estudiado mejor a Francisco Franco, su maestro y su modelo, habría sabido que es muy peligroso para dictadores salir a pasear por el mundo, como si no hubiera sucedido nada'', dice Edwards.
``Pero las palabras dictador y dictadura se usan muy poco en el Chile actual, se evitan con gran cuidado, con suma prudencia, como para mantener una ficción, y parecería que el general ha sido el primer engañado. ¡Se creyó su propio cuento y partió tan campante a operarse en un clínica inglesa! No sé qué efecto tendrá el episodio en la política chilena, que ingresará dentro de muy poco a un periodo de elecciones presidenciales''.
La detención del dictador pone en un aprieto a los gobiernos de Chile y España y compromete los equilibrios de la transición chilena, tan admirable por muchos conceptos. Sin embargo, muy pocos alzarán su voz en defensa de Pinochet, salvo para exigir un juicio justo. El mundo de fines del siglo XX puede mirar al pasado sin atavismos y resquemores para construir formas de convivencia fundadas en la tolerancia y el respeto a los derechos humanos. La causa contra Pinochet ayuda a restaurar la confianza en la ley dentro de una sociedad acostumbrada a que los crímenes del poder queden por siempre impunes. A estas alturas es difícil imaginar qué pasará en las próximas semanas, pero una cosa es cierta: termina, simbólicamente, una época, la del silencio y el olvido.