La Jornada 22 de octubre de 1998

Las agujas y el opio asume la causa de los seres que sufren por vivir

Renato Ravelo, enviado, Guanajuato, Gto., 22 de octubre Ť Las agujas y el opio, de Robert Lepage, es un sorprendente e intenso abrazo entre la magia escénica, el antiguo arte de contar, la música blues y el cine, que hace pensar en la zona luminosa del alma condenada a padecer por las ganas de vivir. Y es más, porque se trata de una propuesta que parte de un enredo amoroso que nunca sucedió entre el músico Miles Davis, la actriz Juliette Greco, el poeta Jean Cocteau y el narciso Robert Lepage. Círculo cuadrado que rueda por el Auditorio del estado y avasalló el ánimo, en el contexto del Festival Internacional Cervantino (FIC).

Mónologo, planteamiento escénico de vanguardia canadiense, que pareciera la más sana en el momento finisecular, inclusión y aprovechamiento de la imagen multimedia sin rendir cuentas al apantalle, sino con respeto a esa esencia del teatro que es hacer contacto, prender una hoguera para contar historias.

La acupuntura cura casi todos los males, dice una voz, son 12 meridianos los del cuerpo y 653 puntos por donde aparentemente por azar penetran las agujas. Sólo tres cosas no cura, dice la voz que ya tiene rostro y es el actor Néstor Saied, que representa a Robert Lepage: la angustia, la falta de confianza y la pena de amor.

Todo esto es dicho del otro lado de una pantalla sobre la que se proyecta una figura humana. Cuando la palabra ``amor'' suena, la pantalla gira, Lepage es levantado por los aires y se transforma en Jean Cocteau, dos ventiladores hacen el efecto de avión.

La historia comienza, por capricho anecdótico, en el avión que en 1949 llevaba a Cocteau de Nueva York a París. El cineasta se queja de la urbe de hierro con sus amigos, les dice que sus razones para opinar aunque haya estado tan poco tiempo en la ciudad que es como una jirafa cargada ventanas, es que a veces una sola mirada vasta para descubrir el espíritu y el alma y, por ende, el enigma. Y el enigma de Nueva York es que no duerme ni descansa, para no reflexionar ni soñar. Y Jean Cocteau, se define, es un acróbata.

Prendido por Juliette

Con una sencilla contundencia la pantalla gira. En un cuarto de hotel en París, La Louisiane, Robert Lepage habla sobre la distancia, el olvido, habla de los misterios de ese cuarto número nueve, en el que se hospedaba Jean Paul Sartre, y lo visitaba Juliette Greco, quien conocería a Miles Davis por ese 1949, cuando Cocteau escribió su Carta a los americanos, cuando por una mirada Davis vio el alma de Juliette y se quedó prendido.

Lepage se sirve de la anécdota para echar miradas al fondo de las almas, que no son lo mismo que los espíritus: de repente la pantalla cumple su función original y una imagen de la bella Juliette aparece en cine, luego la pantalla nuevamente es trastocada y permite al espectador ver cómo se observaría, desde abajo de una mesa, el coqueteo de vasos, de manos, el prender del cigarro, del encuentro entre Miles y Greco.

De nuevo Cocteau en el vuelo que -dice una cortinilla electrónica- lo trae de Nueva York, la ciudad que no lo ha comprendido del todo, la antiOrfeo, la más clara comprobación de ``la edad de la razón que es la más oscura''.

Y de Lepage, que nos dice que sufre, que una semilla crece en su interior, que es la de la angustia. Y el teléfono de su cuarto nueve suena: es el amor que ha perdido en 1989, cuando se le ocurrió la idea de juntar, a partir de su experiencia triste, la melancolía de Miles, la de Cocteau, la de Greco, la de todos los ahí presentes.

Otra vez la pantalla es tal e imágenes de Miles Davis aparecen previas a un texto que se proyecta en fondo rojo, en el que se dice cómo padeció después de ese viaje a París, cómo todos los músicos blancos lo imitaban y despreciaban, cómo se hizo adicto a la heroína, como sus colegas, tal y como lo recuerda Clint Eastwood en su película, que el actor es hijo del Flaco Lauren, que quién sabe por qué trampas de la razón viene a la memoria.

Magia para la salvación

Y otra vez Lepage en su cuarto, con los gritos de una mujer que jadea en el fondo, y él llama a recepción para decirle que hagan algo, y la recepcionista imaginaria -que ya es real y es una francesa muy pícara-, parece que le contesta que a ella la cosa de los menages no se le da, que por qué no se integra él. Y la risa también tiene cabida en esta sorpresa.

El progreso ha sustituido a la invención, sentencia Cocteau desde su butaca de avión, al referirse a esa Nueva York que no duerme, que no descansa, que es la ciudad de todos los lugares y ninguno, donde conoció por boca de Miles Davis la auténtica magia, la única que podría salvar.

Las agujas de la acupuntura no curan lo que el opio sí, terminan por concluir Miles Davis, Cocteau, Lepage, y el cuerpo del actor Néstor Saied, en el útimo acto de la obra a cargo de los grupos Ex Machina y la compañía de Robert Lepage, de Quebec -que tiene la sabiduría íntima de lo francés y la capacidad de impacto del inglés- que desciende solitario hacia el infierno.