Los terribles acontecimientos denunciados en las últimas semanas son motivo de dolor por las muchas víctimas inocentes a que dieron lugar; sin embargo, en conjunto acreditan que aún no formamos parte de una generación perdida en el ocaso del milenio. El arresto de Pinochet prueba que en el hombre una conciencia superior a los meros impulsos animales condena a los genocidas, y que éstos deben ser enjuiciados y castigados de manera proporcional a sus enormes crímenes. Recuerdo bien las narraciones que nos hizo Pedro Vuskovich sobre las incalificables tropelías del comandante militar que dio el golpe de Estado de 1973, en acatamiento a órdenes de los centros metropolitanos enemigos de la democracia chilena; hay libros que documentan la intervención de la ITT, por ejemplo, en los actos realizados por el mencionado jefe castrense. En nuestra historia, el sátrapa Victoriano Huerta, asesino de Madero y Pino Suárez e inspirado por el embajador estadunidense Lane Wilson (1913), replica el monstruoso arquetipo que hoy simboliza Pinochet. La humanidad espera que pronto el detenido enfrente a sus jueces y reciba la sentencia que merecen sus repugnantes crímenes.
La otra noticia torturante fue el condenable fallo por el que la Corte propicia la legalización de la usura por parte de la banca nacional. Como de alguna manera los ministros parciales del anatocismo se apegan con regocijo a sus tesis por el legalismo que la anima, legalismo refutado por Emilio Krieger (La Jornada, 5066), cabe añadir ahora la rotunda inconstitucionalidad de la mencionada resolución.
Entre las grandes aportaciones de la Carta de 1917 cuenta la redistribución de los recursos del país en propiedad nacional, administrada por el Estado y destinada tanto a reivindicar nuestras riquezas de manos extranjeras como a promover el desarrollo general; la propiedad social perteneciente a la sociedad rural y fabril explotada desde el Virreinato y muy especialmente en la treintena porfirista; y la propiedad particular empresarial, expresamente comprometida a no afectar con su explotación los intereses generales; y precisamente en este punto salta la inconstitucionalidad de la usura, porque implica daño grave a los intereses generales: no sólo arroja a millones de familias a la miseria, sino que su expoliación frena la actividad económica que podría llevarse a cabo con un crédito accesible y razonable; ¿acaso puede ser legal una medida inconstitucional?
La acuciosa investigación de la procuraduría helvética, en la que se exhiben enhebraciones de personajes prominentes de nuestra política con la drogadicción y el lavado de dinero, valiéndose ésos del enorme poder público depositado en sus manos, es un escenario más de la corrupción que en México y Latinoamérica ha impuesto un presidencialismo autoritario disfrazado a las veces de gorilato castrense o bien de autoridad civil acunada en fraudulentas elecciones o golpes militares del tipo fujimorato.
En todo caso son regímenes intrínsecamente corruptos por apuntalarse en gobiernos de facto, contrarios a sus pueblos y dirigidos por intereses extraños, que en función de su intrínseca naturaleza corrupta gestan la corrupción depravadora y perversa que viene minando peligrosamente la dignidad de los pueblos del subcontinente.
¿Cuál es en el fondo la causa que produce y reproduce los males que nos enferman desde hace unos 80 años? Puede hablarse aquí de una principal contradicción entre la democracia como proyecto de los pueblos y el presidencialismo autoritario impuesto por élites abominables. Véase el panorama desde el punto de vista que se quiera, mas sin duda esa contradicción es nuestra contradicción fundamental.