Durante este periodo de desastres provocados por las intensas lluvias en muchos lugares del país, incluida la Zona Metropolitana de la Ciudad de México, muchos sectores de la sociedad han manifestado la solidaridad que despierta la tragedia; los medios de información han apoyado estas acciones y difundido los hechos, mostrando sus rostros y causas; el gobierno federal y los locales han actuado, con los límites y contradicciones que les son características. La constante ha sido que las víctimas de estos desastres, y los del pasado, sean los sectores populares más pobres, social y territorialmente excluidos.
Las causas, en su aparente simplicidad, nos llevan al corazón del régimen económico-social: la mayoría de los mexicanos se encuentran en la pobreza o la indigencia, porque carecen de empleo estable, sobreviven en la informalidad incierta, y sus ingresos son insuficientes para satisfacer sus necesidades esenciales; esto lleva a un juicio político y social severo a la política socioeconómica de los gobernantes, como punto de partida para sustituirla. Durante décadas, los viejos y nuevos habitantes de ciudades y pueblos, han tenido que instalar su vivienda en lugares inadecuados (barrancas, cauces de ríos, zonas inundables, minados) y construir viviendas de fortuna, constructivamente inseguras, porque no pueden acceder al mercado privado o al público; de todos modos, tienen que desarrollar largos y penosos movimientos sociales para garantizar su permanencia en las áreas ocupadas, arriesgándose a todas las emergencias.
La situación de empleo e ingreso hace que la mayoría no sea sujeto de crédito ni en el sector público ni en el privado. Hoy, la situación es más grave que en el pasado. La reducción del gasto público en todos los rubros, la eliminación paulatina de los subsidios, la conversión de las instituciones públicas en banca hipotecaria y su sometimiento al fondeo privado, han llevado a que sólo quienes perciben 3.7 veces el salario mínimo, pueden ser beneficiarios de un crédito para vivienda en organismos públicos, es decir, menos de un cuarto de los mexicanos. Esta proporción se reduce en el caso del acceso al sector inmobiliario privado. El anatocismo, hoy validado por la Corte Suprema de Justicia, y la desaforada especulación financiera que fija tasas de interés increíbles, han convertido a cientos de miles de ilusionados adquirientes de vivienda a crédito, en desesperados deudores morosos, que ven multiplicarse su impagable deuda y temen perderlo todo ante leyes y jueces que sólo ven por los intereses de los banqueros. Hoy, ni las ``capas medias'' pueden aspirar a una vivienda legal, digna y estable, en zonas sin riesgo, en nuestras ciudades.
El acceso al suelo, condición básica de la vivienda, ha sido también, a lo largo de las décadas, botín de funcionarios ejidales y urbanos corruptos, fraccionadores ilegales protegidos por las autoridades y caciques políticos que lucran con sus influencias y dejan por todos lados la huella de la ilegalidad que después persigue a sus clientes durante décadas. La planeación y la legislación urbanas, acartonados documentos normativos carentes de instrumentos para su aplicación, se han convertido inevitablemente en letra muerta o, peor aún, en pretexto para la corrupción. Así, las ciudades devoran al campo, se extienden sobre áreas inadecuadas, sin que exista un verdadero diseño y control social, colectivo, de su futuro, muy incierto.
El de la vivienda no es un simple problema financiero, como lo hacen ver los neoliberales del gobierno y la patronal: es un problema económico, social, político y territorial; sólo enfrentándolo así, integralmente, habrá alguna posibilidad de resolverlo en el largo plazo. Pero hay que partir de que un régimen económico-social que no pueda garantizar a sus ciudadanos una vivienda digna, no tiene con qué sobrevivir, ni es válido que sobreviva, porque está marcado por la injusticia y la inequidad más absolutas. Además de llorar a las víctimas y lamentarlas, hay que dar respuestas reales y válidas a sus causas; de lo contrario, de nada servirá.