Las grandes ciudades de hoy no se entienden sin sus complejas redes de comunicación social y la acción influyente de sus medios de comunicación en la conducta colectiva, especialmente cuando en estas latitudes afloran procesos democráticos.
Sin embargo, aun en tiempos de supuesta modernidad y cosmopolitismo, muchas de estas urbes carecen de un marco jurídico o normativo en la materia, o presentan rezagos y anacronismos en esta delicada relación con prensa, radio y televisión, e incluso cine.
Por ello, dentro de estas sociedades plurales y heterogéneas, es imprescindible articular armónicamente intereses, derechos y obligaciones entre Estado, sociedad y medios.
Pero no siempre sus componentes, como ocurre con ciertos gobiernos y algunos poderosos consorcios de comunicación, reconocen sus responsabilidades y compromisos, o francamente se oponen a cualquier cambio para salvaguardar privilegios y canonjías.
Un caso lamentable y grotesco ocurrió ya en nuestro medio con la supuesta ley mordaza, a partir de que los diputados de la Comisión de Radio, Televisión y Cinematografía, responsablemente, se abocaron tan sólo a revisar como una de sus obligaciones un proyecto elaborado por la anterior Legislatura, y que diversos medios, afortunadamente no los más prestigiados, manejaron dolosa y escandalosamente.
Tal desmesura bien podría equipararse a un impresionante pasaje de la historia radiofónica que reveló y advirtió para siempre el gran poderío que conllevan los medios de comunicación electrónicos. En 1938, el extraordinario cineasta Orson Welles dirigió la famosa versión radiofónica de La guerra de los mundos, en la cual narraba la invasión de seres de otro planeta a la Tierra. Muchos radioescuchas creyeron que la ficción era realidad, lo cual provocó pánico e histeria colectiva, con saldo de múltiples desmayados y hasta algún suicidio.
Así, mientras en la Cámara de Diputados no se ha discutido, dictaminado ni emitido legislación alguna en materia de comunicación social, se habló de una ley mordaza, como si fueran imágenes virtuales generadas por las computadoras, pero que no son ciertas ni existen realmente y nos engañan.
Más allá de la artificial pero insidiosa política, lo importante será avanzar en una agenda legislativa básica, que aborde sucesivamente la Ley de Cinematografía, la de Radio y Televisión, y la de Comunicación Social. Habrá, claro, que renovar el diálogo y establecer un debate abierto en busca del consenso que garantice el avance social y democrático.
Entre los resultados que deberán obtenerse está, ante todo, la ampliación de libertades y derechos de los periodistas; abrir espacios en los medios para los ciudadanos, así como la exigencia del Estado de informar a la sociedad sobre todos los asuntos de interés público.
La ciudad está informada, pero no bien comunicada entre sí, por lo que debe potenciarse socialmente su dotada estructura de radiodifusión y medios impresos que cubren, más que suficientemente día a día, una multitud de acontecimientos relevantes, pero en muchos casos de manera descontextualizada e inconexa.
Así, los ciudadanos no se reconocen plenamente a sí mismos, ni frente a otros, como parte de un todo donde la interrelación, interacción y solidaridad deberán ser la dinámica social con una finalidad común de democracia y prosperidad.