La Jornada domingo 25 de octubre de 1998

Arnaldo Córdova
Las modalidades de la transición

Para todos aquellos que piensan que en México estamos viviendo un proceso de transición a la democracia debería quedar claro que ésta no se parece casi en nada a otras que podemos observar en el mundo y, en particular, a la que hace de modelo, la española, para los países latinoamericanos.

La esencia de una verdadera transición es que es pactada entre todas las fuerzas políticas de un país o, por lo menos, acordada en sus términos generales. La nuestra jamás lo ha sido, a no ser por eventuales y poco duraderos acuerdos de coyuntura que, sin embargo, nos han permitido avanzar, a veces casi a saltos, como en 1996.

Nunca hemos tenido un verdadero pacto estratégico que permitiera a todos saber a ciencia cierta cuáles son sus compromisos y hasta dónde se quiere llegar. La reforma ha caminado como transición concedida por el gobierno, aunque no lo haya sido en ningún momento, sino arrancada por las fuerzas políticas opositoras y por una sociedad cada vez más plural y participativa. Se ha avanzado como los grupos gobernantes han querido o aparentan conceder. Y siempre por tramos más bien cortos y de un alcance limitado. Jamás podemos ver la última línea del horizonte.

Mientras, el gobierno y su partido resisten, en ocasiones hasta el último aliento, los opositores siempre están empujando. Se trata de un auténtico círculo vicioso en el que los avances son siempre insatisfactorios e insuficientes; siempre queda algo por resolver o hacer. Lo que se ha logrado siempre ha sido por acuerdos de corto plazo y, casi todas las veces, en atención a próximas contiendas electorales, ninguna de las cuales se ha regulado por las mismas normas.

El estilo de la transición mexicana es estrictamente coyuntural y nunca de largo plazo. No ha podido ser pacticia y dudo mucho que lo pueda ser en el futuro. Ello se debe a la naturaleza misma de la reforma política que es siempre arrancada a pedazos. Realizada a plazos cortos, su duración ha sido exasperantemente prolongada. Ya llevamos en este asunto 21 años. Los españoles necesitaron menos de dos para ponerse de acuerdo en una reforma global e integral que estuvo lista en sólo unos cuantos meses, una vez que se logró el pacto fundador.

Nuestro principal problema ha radicado en el hecho de que el gobierno no ha podido aceptar plenamente la reforma política y que siempre ha considerado su deber detenerla o, incluso, aplazarla lo más que ha podido. La reforma se le ha impuesto y la acepta, a trechos, cuando ya no puede hacer otra cosa. Es un hecho del que curiosamente todo mundo se ha dado cuenta desde el principio mismo (casi ninguna de las reformas muy parciales que hemos tenido ha satisfecho a nadie), pero ninguno ha estado dispuesto a hacer nada para remediarlo. En primer término, el gobierno, enemigo eterno de la reforma.

Los principales partidos de oposición, por su parte, han crecido enormidades, sobre todo en el último lustro, y con eso se han dado por satisfechos. En lo menos en que piensan es en un pacto entre todos para alcanzar una reforma definitiva y total. Cada uno de ellos ha tomado su propio camino y parecen estar cada vez más convencidos de que la reforma correrá sólo a cargo de ellos, cada uno por separado. No era esperable que el PAN y el PRD llegaran a acuerdos firmes en torno de problemas coyunturales (como el del Fobaproa); no era esperable que el agua y el aceite se mezclaran. Pero su deslealtad a un proyecto global de reforma política y su egoísmo partidista son más evidentes cada día que pasa.

Del gobierno mexicano no se puede esperar la generosidad clarividente del rey de España, que obligó al franquismo a un pacto fundador de la democracia, con todas las demás fuerzas políticas del país. Nuestro gobierno todavía sigue empecinado en la convicción de que su deber es preservar su dominio y aplazar todo lo que pueda su derrumbe final, con lo cual no hace otra cosa que anticiparlo. Su partido pudo ponerse desde el comienzo a la cabeza del proceso reformador e imponer condiciones. En lugar de ello no ha hecho más que desgastarse en un permanente esfuerzo de sabotaje de la transformación democrática, para mantener su dominio.

Nuestra transición democrática, como podrá verse fácilmente, mientras no se vuelva una transición pactada entre todos será siempre a cuentagotas y muy prolongada. Lo peor es que se puede encaminar a un punto en el que no podrá consumarse si no es a costa de la destrucción total del régimen priísta. No es gratuito que todos le estén apostando a ello. Inclusive, el propio gobierno que, tal parece, está decidido a jugarse esa carta, sin darse cuenta o sin aceptar que el desenlace puede llegar en el 2000 o, a más tardar, en el 2006.