Eugenia León, puente entre la realidad y el deseo
Renato Ravelo, enviado, Guanajuato, Gto., 24 de octubre Ť Eugenia León en la Alhóndiga de Granaditas, frente a un auditorio lleno de jóvenes, ratificó su vocación de puente entre la realidad y el deseo: su canto calentó la noche.
Aquí me quedo, cantó, y eso era establecer un territorio sentimental inubicable, una patria que se transporta no importa si se viene de Toluca, Celaya, o si se es de Guanajuato. El canto de José Elorza, que se eleva hasta la imagen que define: ``la noche, la banqueta, un vaso lleno/ diríase los peores compañeros/ diríase los únicos también''.
Y Eugenia León, como princesa de ese reino, que sí es de este mundo raro, que se nutre de la vena popular de la música, pero también de la que compositores como Marcial Alejandro, Alain Derbez, proporcionan, sea con fandangos o con esa cosa de dos que se insiste en nombrar amor.
El territorio de Eugenia León dejó de ser generacional; no son sus coetáneos quienes desde las gradas la aclaman, la conocen y le piden sus canciones. El frío es una suerte de exilio que Eugenia soluciona en medio de la noche.
Por todas partes, jóvenes gritan, Eugenia en su vestido negro, con su gestos de mujer coqueta, no sabe bailar pero eso pasa a un segundo plano. En primer plano la voz que atraviesa la noche enciende con esa fuerza de Manzanero y como un eco simultaneo todo mundo canta: ``que la semana tiene más de siete días''.
``Desde mi triste soledad/ veré caer las hojas muertas de mi juventud'', cantó Eugenia León también, y ese territorio sentimental que estaba sembrando se revitalizó con la escena cierta de la nostalgia como la forma más perfecta y fracasada del amor.
Y una luz que llega desde atrás, a las sillas en las que se escucha, hace que cuando uno escribe que ``Eugenia es un atajo'' la sombra de la mano oculta la libreta. Es menester entonces aprender a escribir con la izquierda, si se quiere ver lo que la mano suelta sobre esa canción de la Tirana, aunque el trazo torpe se atropelle con la idea de que la cantante, de alguna manera, se ha hecho de una sabiduría muy simpática.
A mí me gusta mucho el tirirí, expresó, en referencia a ese acorde de las guitarras, pero con el juego de palabras evidente: ``a poco a ustedes no les gusta, si es muy sano, muy natural, muy rico''. Escribir con la izquierda no necesariamente significa establecer un flujo real con el corazón, aunque ciertamente es cierto que la voz de Eugenia León se ha convertido en un atajo hacia quién sabe qué sitio extraño.
Que no somos iguales dice la gente lleva inevitablemente al territorio de lo ranchero, pero de repente cambia el rumbo hacia lo norteño y canta una canción sobre una morena en una taquería, muy coqueta, la morena por supuesto.
Cuando Eugenia León decide que es el momento, recuerda su compromiso político y canta La Paloma; le cambia la letra y ya no fue 1894, cuando la intervención y la estancia de Maximiliano de Hapsburgo, sino 1994, cuando se estaba a punto de ingresar al primer mundo y una rebelión en Chiapas se preparaba para sorprender al mundo.
Su canto concluye: ``cuanta falta nos hace Benito Juárez/ para desplumar aves neoliberales''. Y era, definió, una serenata para ``México, que tanto se merece mejor destino''.
``¿Bueno, muchachos, ustedes no se cansan?'', dijo Eugenia León al tercer encore. Ya se le había hecho regresar a cantar a José Alfredo Jiménez, a su clásica Como yo te amé, a la infaltable Fandango, para terminar con La vida no vale nada, que era un mentís a la sensación a gritos que la Alhóndiga coreó.