Masiosare, domingo 25 de octubre de 1998


El


1968 de la Iglesia
latinoamericana


Andrés Aubry


``Si bien el parteaguas de 1968 ha cobrado mártires en Praga y Tlatelolco, este movimiento planetario (como el de 1848) ha renovado el pensamiento en todas las áreas, recogiendo mensajes anteriores también sellados con sangre. Es el caso de la pujanza de las Iglesias populares''

A partir de 1968, el Consejo Episcopal Latinoamericano (Celam), en su segunda plenaria de Medellín (celebrada del 26 de agosto al 6 de septiembre), aprende las lecciones de una muerte propia (la del padre católico colombiano Camilo Torres, en 1966) y de otra ajena (la del pastor protestante afroamericano Martin Luther King, en 1968). Don Samuel Ruiz, ya para entonces titular de la sede de San Cristóbal, ha sido uno de sus actores: por su ponencia magistral de 1968 y por los cargos que allí heredó con dos reelecciones (un total de nueve años) en la comisión encargada de los pueblos indígenas.

Otras muertes --las de Brasil a partir de 1964 y las de la Dominicana en 1965-- fecundaron el movimiento irresistible que sembró la Iglesia en el continente. Hace 30 años el objetivo era engranar las profundas reformas del Concilio Vaticano II (1962-1965) en la región. El papa Pablo VI acababa de producir una encíclica sobre el desarrollo de los pueblos. Populorum progresio, su título en latín, recogía el vocabulario de la Alianza para el Progreso de Kennedy, que prometía una nueva era para los pueblos del entonces llamado tercer mundo, al lanzar ``la primera década del desarrollo''. El Papa allí decía que ``el desarrollo es el nuevo nombre de la paz''. En consecuencia, el Vaticano, más inspirado por su rutina burocrática que por las recientes reformas, había elaborado un borrador sobre el tema en preparación de los debates de Medellín, enfocado al desarrollo.

Con el asesinato de Kennedy (1963), la caída de Goulart en Brasil (1964) y la invasión de la República Dominicana de Juan Bosch (1965), el continente ya cacareaba irónicamente con juegos de palabras la flamante ``Alianza (que) `para' el Progreso''. Los brillantes asesores de Kennedy, cuando se percataron que ésta no había servido sino para instalar a militares en la silla presidencial o para invadir Santo Domingo, se retiraron y fundaron la revista crítica Nacla (North American Council on Latin America) que todavía circula. En sus respectivas diócesis, los obispos del Celam, cuando estudiaron el borrador del Vaticano para Medellín, tacharon la palabra ``desarrollo'' y la sustituyeron por otra: ``liberación''. En 1968, ya reunidos en Medellín, y pese a la inauguración de la conferencia por el propio Pablo VI, el 24 de agosto en Bogotá, ejercieron su flamante colegialidad episcospal conquistada en el Vaticano II y se pronunciaron: en América Latina, decían, no necesitamos tanto una teología del desarrollo como una teología de la liberación.

Este ``pronunciamiento'' y la palabra ``liberación'' tenían cola. Un cristiano seglar de Brasil, Paolo Freire, había sido activista de círculos culturales populares, después funcionario de la Secretaría de Educación, y luego expulsado por los militares. En nuestro continente, pregonaba, hay que empezar por abajo y, tratándose de educación, por la alfabetización. Al empezar a leer, explicaba, el educando no sólo pronuncia letras, también se pronuncia a sí mismo. Los pronunciamientos de los de abajo, nacidos de la ``concientización'' --otra palabra freiriana-- o acercamiento crítico a la realidad, son ``la liberación del oprimido'' que postula que el educador enseña aprendiendo así como el que manda lo debe hacer obedeciendo.

Entonces, el abuelo de la teología de la liberación no es Marx como creen sus detractores, sino el endógeno Paolo Freire con su ``educación liberadora''. Por tanto, en Medellín los obispos promovieron las CEB (Comunidades Eclesiales de Base), adaptación que hizo la Iglesia de los círculos culturales populares de Freire.

En así como Medellín se pronunció por ``la opción por el pobre''. Por lo tanto, leerá la realidad latinoamericana con su lente, desde él. En ese acercamiento, primero lo ve víctima de la ``violencia institucionalizada'' (``la primera violencia'', la de los gobiernos) y luego cae en ``la tentación de la violencia'' (como actor de ``la segunda violencia'', de las guerrillas), porque ``poblaciones enteras carentes de lo satisfactores necesarios, viven en una tal dependencia que les impide toda iniciativa y responsabilidad de promoción cultural y de participación en la vida social y política, violándose así derechos fundamentales. Tal situación exige transformaciones globales, audaces, urgentes y profundamente renovadoras. No debe, pues, extrañar que nazca en América Latina la tentación de la violencia. No hay que abusar de la paciencia'' (II, 16).

Y es cuando en Medellín surge el problema de la paz con planteamientos que, hoy todavía, orientan al que ha sido mediador en Chiapas: ``la paz en América Latina no es la simple ausencia de violencias y derramientos de sangre. La opresión ejercida por los grupos de poder puede dar la impresión de mantener la paz y el orden, pero en realidad no es sino el germen continuo e inevitable de rebeliones y guerras'' (II,14, lo subrayado es cita de Pablo VI). En consecuencia, Medellín, con la desconfianza del poder establecido, legitima al oprimido como actor principal de ``las profundas transformaciones de América Latina''.