La Jornada Semanal, 25 de octubre de 1998
Las obras de Thomas Mann no son simplemente ``fragmentos de una gran confesión''; son variaciones sobre un tema único. Realmente no hay evolución a través de las posiciones públicas que él tomó en diferentes épocas. Permanentemente, están ahí los mismos conceptos de la dialéctica. Ahora bien, cuando ya no están a la medida de uno, es imposible argumentar con conceptos que ya no se ajustan. Como toda una serie de personajes de Thomas Mann, el protagonista del Doctor Fausto, novela de sus últimos años que pretendía nada menos que ser la ``novela de la época'', ``grandiosa desde todos los puntos de vista'', aspira al ``milagro de la inocencia reencontrada''. Muchas insuficiencias de ese difícil libro se deben a la incapacidad en que se encuentra su autor de subordinar su proyecto intelectual a las exigencias de tal personaje, de tal situación. El eterno tema de Mann le importaba más que los derechos primordiales del arte novelesco. El Diario del Doctor Fausto muestra los múltiples combates, dudas y críticas en relación consigo mismo que se vio obligado a enfrentar, y entre ellos la observación lúcida de su impotencia para dotar a Leverkühn de una presencia física convincente, para hacerlo vivo, de manera que ``la fuerza de evocación del caso moral y de su acceso al símbolo corren el riesgo de ser inmediatamente disminuidos, banalizados''.
Ningún adepto al realismo habría podido escribir estas palabras. Es Hugo von Hofmannsthal, tributario del simbolismo, quien insiste en la idea de que la superficie debe esconder la profundidad, de que los temas y problemas de una obra literaria deben estar inmersos en los personajes y las situaciones. Relato tardío, La engañada es una ilustración del no realismo de Thomas Mann. Una vez más, esta narración ironiza sobre el ``milagro de la inocencia reencontrada''. Como Tristán, Tonio Krger o La muerte en Venecia, es un estudio psicológico en un marco moderno, y como en estas obras del principio, lo simbólico se sobrepone en ellas a lo patológico.
En ese amor que experimenta una viuda alemana de edad madura por un joven norteamericano, al igual que en su rejuvenecimiento afectivo e incluso físico que se debe, como nos enteramos al final, a un cáncer del útero avanzado, hay que ver sin duda una alegoría de una gran fuerza. La historia también podría leerse simplemente como un nuevo capítulo de la autobiografía disfrazada de Thomas Mann, con todo y sus esperanzas perdidas con relación a Estados Unidos. Cualquiera que haya sido su intención, trata en todo caso su tema transgrediendo las leyes más sencillas del arte narrativo realista. Sus personajes y situaciones deberían en efecto conmover al lector, ya sea que apelen a su imaginación, a su compasión o a su sentido del humor. Ahora bien, la posicion ambivalente de Thomas Mann ante lo que narra se traduce en la ironía en el tratamiento de los personajes y en la autoparodia en el estilo, lo que impide tomar el relato realmente en serio y, aún menos, de manera trágica.
Si el tema hubiera sido menos doloroso, y si la relación clínica de la enfermedad y de la muerte de la señora von Thümmler se le hubiera ahorrado al lector, el ejercicio habría podido pasar por un divertimento ingenioso. Pero Thomas Mann, al proceder como lo hizo, neutraliza el efecto cómico de la ceguera sentimental de su personaje, y el lector se queda en una irritación que lo deja indiferente, o en una impresión de frío disgusto. Es imposible tomar en serio a esta mujer, pues habla demasiado como un personaje de Thomas Mann, y como no se la puede tomar en serio, es imposible compadecerla. Mucho antes del fin de la historia, su suerte ya no nos interesa, ni la de su hija (evidentemente una artista, solterona desdichada, con un pie deforme), ni la de Ken Keaton, el norteamericano en busca de Europa, cuya idiosincrasia está demasiado acentuada como para que se convierta en otra cosa diferente de un elemento útil para la experiencia en curso. En este relato, la ironía sigue siendo una particularidad salida del solo ingenio de Mann, y sucede lo mismo con las ``profundidades'' de la intención, pues la superficie no puede ejercer ningún tipo de atractivo.
Pero no es casualidad si Thomas Mann cerró su carrera literaria con una novela en la que lo verdaderamente cómico fluye naturalmente, si es que esta imagen puede aplicarse a lo que él escribe. Pues esta novela es la expresión sincera de la profunda inmoralidad que tanto oprimía la conciencia de nuestro Praeceptor Germaniae, este escritor como representación, como figuración. Lo que le convino fue que tanto el origen como el marco de Félix Krull se remontaban a los años anteriores a la primera guerra mundial. A pesar de su valerosa negativa a replegarse en una interioridad hermética, Thomas Mann nunca dejó, en efecto, de pertenecer a la Europa de entonces, una Europa en la que el individuo podía sentirse seguro. Las preocupaciones que manifiesta respecto a los grandes problemas, a los movimientos de la historia y a las colisiones entre los sistemas filosóficos, con frecuencia hundieron en la sombra a la subjetividad fundamental de su arte, y sus elementos profundamente cómicos. Es por eso que la lectura de sus obras pasa tan fácilmente por otra cosa muy diferente de una diversión. Ahora bien, son contados los escritores de entre guerras y los posteriores, que han dado a la diversión un carácter tan elevado. Y Félix Krull es, por lo mismo, excepcional, pues incluso si nos quedamos en la superficie, que es la de una turbulenta y apasionante novela de aventuras, nos da placer.
El mismo personaje de Félix Krull es una de las creaciones cómicas más fascinantes y más convincentes de Thomas Mann, sencillamente porque existe por sí misma, sin expresar intenciones satíricas o simbólicas. El relato de 1925 Desorden y tristeza precoz, en el que Thomas Mann no partía de una construcción intelectual, sino de experiencias inmediatas, tenía ya esta cualidad. Mejor que el término de bribón, es el de ilusionista el que le conviene de Krull. Por su capacidad de crear ilusiones, el joven Krull hace pensar en el ``viejo mago'' Thomas Mann, y es imposible no observar la comprensión, la simpatía, la complicidad desmesuradas que ligan al autor con su protagonista delincuente.
Thomas Mann decía de su última novela que estaba destinada a ``incitar a la gente a reír, de ser posible con una risa constructiva, es decir, a seducirla para llevarla a conocerse divirtiéndose''. Las memorias de Félix Krull representan algo más: la tentativa, para Thomas Mann, y con éxito, de lograr un conocimiento de sí. Pero es un aspecto que, de golpe, pierde toda su importancia. Aquí, el Preaceptor Germaniae se permitió ser él mismo, se dejó arrastrar en una farsa sin pretensión. Si hubiera podido terminar el libro en vida, el moralista seguramente habría tomado la delantera, y el privilegio de la ``inocencia reencontrada'' se le habría negado así a Krull. Su inclinación a engañarse a sí mismo y a cerrar los ojos lo acerca a dicha ``inocencia'' más que cualquier otro personaje novelesco de Thomas Mann. Si hubiera podido contar la decadencia de Krull, habría concluido su obra con un final mucho menos bueno.
Tomado de Magazine littéraire, núm. 346
La reputación de Heinrich Mann en Francia depende, desgraciadamente, de una sola novela, Professeur Unrat, la cual el realizador Josef von Sternberg llevó al cine con el nombre de El ángel azul, con Marlene Dietrich como la principal intérprete. Las otras novelas, que se publicaron entre las dos guerras, y que lo volvieron más célebre que su hermano Thomas entre el público francés, no han sido reeditadas. Las únicas accesibles, aparte de Professeur Unrat, son Henri IV y un libro de relatos.
En la mayor parte de su obra, Heinrich Mann denuncia las taras de la sociedad imperial alemana durante el reinado de Guillermo II. Da la descripción cáustica de una burguesía que revienta de vulgaridad con todo y su dinero. Con frecuencia desnuda, de manera grotesca y caricaturesca, a los nuevos ricos y a los poderosos. Eso, conforme a la herencia de Taine, tomando en cuenta la raza, el medio, el momento. Igualmente, en la tradición de Zolá, a quien dedicó en 1915, en plena guerra, un ensayo que apareció como un ataque contra el nacionalismo germánico: ``La potencia es inútil y caduca si nos hace vivir para ella en lugar de vivir para el espíritu, que está por encima de ella. Ya sólo se cree en la fuerza ahí donde ha dejado de existir.''
Es también un escritor generoso que creía en el humanismo, preocupado por conciliar al espíritu con la acción, y no veía el equilibrio de la nación alemana sino como una alianza entre los intelectuales y la clase obrera contra el imperialismo: ``En lugar de una exaltación desde arriba, escribe de nuevo en su ensayo sobre Zolá, imagino con gusto una lenta ascensión desde abajo, una repartición amplia de la inteligencia común, un nivel cada vez más superior gracias a la instrucción y a la educación. La felicidad depende del equilibrio. Ni una élite demasiado genial ni un pueblo demasiado ignorante.''
Durante su emigración en Francia, puso todo su empeño en defender y organizar a los escritores perseguidos por los nazis. Con sus artículos y sus libros, como La Haine, desde 1933 intenta incansablemente de desenmascarar, ante los ojos mal abiertos de los demócratas extranjeros, la potencia demoniaca de las fuerzas del Tercer Reich. Su colaboración en la Dépche de Toulouse, de febrero de 1933 a julio de 1939, le permite alterar la opinión francesa sobre la guerra que está por venir: ``Todos los actos del hitlerismo llegado al poder no adquieren significación'', escribe el 20 de agosto de 1933, ``sino en vista de una guerra futura, sin excluir por eso las persecuciones contra los marxistas, los católicos, los intelectuales y los judíos.''
Pero él no fue simplemente un hombre de buenos sentimientos, y su actividad no se limitó a afirmarse como un formidable polemista. Antes que nada, fue un prosista original. En ningún caso sus novelas podrían reducirse a su contenido social y a segundas intenciones políticas, aun cuando algunas veces son esencialmente fábulas o construcciones alegóricas. Lejos de estar encasillado dentro de la tradición petrificada o de recetas, su genio literario se mostró abierto, cambiante, diverso. Marcado en su inicio por el esteticismo de fin de siglo, admirador de Barbey d'Aurevilly y de Paul Bourget, pasó, influido por Nietzsche, hacia una crítica de la decadencia, y después hacia una forma de naturalismo y de realismo social, pero utilizando con virtuosismo todos los estilos posibles.
El primer tema que atravesó obsesivamente su obra es el de la oposición entre el arte y la sociedad. En 1900, en la novela Au pays de Cocagne, que tiene como marco la metrópoli moderna que ya era Berlín a finales del siglo XIX, con el fenómeno de la industrialización del arte, la visión que presenta es la del personaje principal, un estudiante con ambiciones literarias. Y como éste no tiene nada de simpático, toda su relación con la literatura se ve desde un ángulo negativo. La idea que desarrolla con constancia Heinrich Mann es que la sociedad burguesa corrompe al artista y a los valores artísticos. En La Chasse a l'amour, novela de 1903, se muestra a una actriz en su incapacidad de dar amor y de recibirlo, entregada por completo a una existencia artística que la conduce hacia una forma de prostitución, sobre todo porque su éxito no puede llegar sino de un público burgués.
No es, pues, solamente el arte el que está viciado por el dinero; igualmente el amor. La destrucción de las relaciones amorosas, la oposición entre el mundo burgués y la pasión elemental, es lo que aparece en Les déesses, de 1903. El traductor de Liaisons dangereuses de Laclos que fue Heinrich Mann describe también las relaciones perversas entre los individuos, los deseos de sumisión de unos sobre otros. Como una patología social, este predominio de sentimientos impuros atraviesa muchos de sus relatos, y su novela Entre les races, de 1907, opone el amor como ``comprensión'' entre los seres, a la victoria viril sobre la mujer y la sumisión de ésta.
Por último, la separación entre el poder y el espíritu inspiró a Heinrich Mann continuamente. ``Un intelectual que se entrega a la casta de los amos es un traidor al espíritu'', proclama en 1911. Professeur Unrat, publicado en 1905, es como la alegoría del poder que pervierte al espíritu, y de un poder que se descompone, que deviene en desorden y anarquía, cuando sus valores ya no tienen consistencia. Diez años más tarde, en Le Sujet, novela de formación pero, a diferencia de Wilhelm Meister de Goethe, novela de una formación nefasta, el personaje de Diederich Hessling, hijo de un suboficial, pasa de niño tímido a burgués imperialista, que rinde culto al poder. En Henri IV, escrita después de que emigró a Francia, Heinrich Mann exalta, en contrapunto con la barbarie nazi, el humanismo del ``buen rey'', que proyecta de manera utópica una síntesis lograda entre el poder y el espíritu.
Ciertamente, su preferencia iba hacia la ``novela social'', y por una razón que él señaló en una entrevista concedida a Frédéric Lefvre en 1927 para Nouvelles Littéraires: ``[La novela social] produce siempre buenos efectos. Una sociedad tiene la necesidad de observarse para purificarse y para avanzar sin obstáculos.'' Escribió tres novelas en las que intentó dar la imagen de las capas sociales en la Alemania de Guillermo II: el proletariado de Les Pauvres, la gran industria en Le Sujet, la burocracia dirigente en La Tte. Pero él consideraba, siempre atento a los menores cambios en la sociedad, que la literatura debía adaptar sus medios para hacerlos perceptibles. En la misma entrevista, establecía claramente la necesidad de esta correlación: como consecuencia de los ``hechos novedosos'' que ``estorban la mirada'', dice, ``las visiones de conjunto'' se han vuelto imposibles y son las novelas, ``más cortas que antes'', las que se imponen, con ``una superficie social más limitada'', al punto que le ``parece difícil hacer hoy novela social y verdadera novela''.
Así, es comprensible que haya sido reivindicado tanto por los expresionistas como por los partidarios de un realismo crítico. Su lengua es dura, concisa, rápida en una novela como Kobs, que fue además ilustrada por George Gros, o en una novela como La tte, dos obras que ponen en escena a los dirigentes, los ricos, los hombres de Estado. En cambio, es más ligera y desenvuelta en La petite ville, novela que su autor ha querido hacer una ``síntesis de la vida popular'' en una aldea italiana y construida sobre la vivacidad de los diálogos, con una admiración por el espíritu latino. En Mre Marie, publicada en 1927, llega incluso a integrar las preocupaciones espirituales y la sensibilidad por lo sobrenatural, pues la protagonista se transforma, en el sentido cristiano, por la luz de la Cruz.
A su manera, Heinrich Mann fue un experimentador incesante. Como escribió mucho, no todo es, obviamente, de la misma calidad. Pero esta calidad existe. En 1946, en el periódico Freies Deutschland, publicado en México por los emigrantes antinazis, su hermano Thomas no dudaba, él que era más bien avaro en elogios, en presentarlo como uno de los escritores alemanes más geniales del siglo. Y los alemanes, añadía, estarán obligados a aceptarlo como un hecho obvio. ¿En qué pensaba? Menos en sus novelas, tal vez, que en sus relatos, y sobre todo en el reciente memorialista del Portrait d'une époque. Como se lo dijo, con toda sinceridad, en una carta de junio de 1945, encuentra la prosa de este libro completamente singular, con un estilo condensado que le parece ``la lengua del futuro, del mundo nuevo''.
Tomado de Magazine littéraire, núm. 346