La Jornada Semanal, 25 de octubre de 1998



Jaime Moreno Villarreal

creación

La varita de incienso

Jaime Moreno Villarreal es poeta, ensayista y autor de una obra hermética y cuidadosa que hace de la fusión de géneros un refinado pretexto para la invención literaria. Próximamente la editorial Libros del bosque publicará Una cántiga de amigo, y el CNCA La Leyenda de Edipo el mago.

No pide confianza, pero se enciende de corazón. Es la varita de incienso. Se endereza para transformarse en polvo, y ya lo ha dicho todo. La varita no discute superioridad ni inferioridad, y aunque apunta hacia ninguna parte, se pierde en todas direcciones.

Se enciende en su tiempo. No se pronuncia respecto de la ansiedad ni de la paz interior. Se enciende en el momento que precede a otro momento. Vivir y morir son sus pasos sensibles. El gran problema de la vida y la muerte libera un aroma.

El aire no le dispensa calma, abandono, ni tranquilidad. Si la vara de incienso se concentrara en las vueltas que da el aire atendiendo a sus propias volutas de humo, comenzaría a preocuparse por el instante, por la muerte. Se ocuparía de sí misma hasta apagarse. Se sentiría consumida.

Pero ella está ausente de pasión. Está detenida. No inmovilizada. Encendida, transmite fuego. Cuando se acerca el fuego a la varita intacta, prende una llama. Con el primer soplo, esa llama se apaga. El incienso acoge el soplo para conservarlo. El soplo es el cesamiento de la pasión. La punta encendida, el espíritu.

En torno de la vara de incienso, el mundo sigue su curso. Por un instante se pensaría que ella es el eje. Cuando uno quema incienso, ocupa el lugar de un satélite, y en torno del centro cada cosa se agrega. La varita, sin embargo, se doblega. Así, no puede concederse ningún apego a nuestra idea de lo fijo.

Es lo justo, en la medida en que el soplo se mantiene. La varita va doblando la cerviz y la ceniza cae en el incensario. No manifiesta temor ni exasperación, su fuego se mantiene vertical. Cuando la ceniza cae fuera del incensario, se torna directamente polvo. El polvo ignora su situación. Estaba previsto.

Quien enciende una varita de incienso, manifiesta una atención a la forma. Quien diariamente quema varas de incienso está ahondando en la forma, pero no se ocupa demasiado en ella porque la repetición, incluso la más rutinaria, debe ser libre para ser perfecta. Así se va el incienso, uno no sabe en qué momento.

En su paquete nuevo, las varas semejan una extraña sociedad de individuos indistintos. Se puede tomar a cualquiera de ellos e inmolarlo. Las varas van menguando. Conforme se agota el paquete surge una precaución. ¿Realmente se puede reponer ese incienso? Surge el reconcomio del gasto, no por lo que cuesta otro paquete sino por el fin que se aproxima. Es una presencia, no una idea, el universo.

La columnilla se desvanece en su espiral. El humo escapa de los confines de la visión. Brisa y transparencia. El aroma, a nuestros sentidos, sugiere la purificación. Ahí la conciencia egoísta no puede detenerse y la existencia no se prolonga. La vida, no se sabe si va o si viene. La brasa reposa.

Sufrir por lo efímero no es asunto de la vara de incienso, aun cuando es lo suyo ser efímera. Sufrir por la propia existencia no es asunto de la vara de incienso, aun cuando todo el tiempo esté consumiéndose. La serenidad de no tener importancia, de no ser excepción.

A veces el aroma del incienso lucha contra otros olores, pero no busca erradicarlos, más bien parece contribuir a que no sean tan desafortunados. A veces, el aroma ocupa todo un espacio cerrado de tal manera que se adhiere a todo objeto y persona. Es la resina. En cambio, cuando se enciende la vara a la intemperie, el aroma se conoce y pierde según el capricho del viento. En el aroma evanescente soñamos con hallar un perfume espléndido, la inmensidad de un momento a otro.

La varita de incienso se va en silencio. No crepita ni suspira. Aunque forme parte de un rito, carece de parlamento. Baja la cabeza accediendo. La varita no se pregunta ¿qué va a pasar? Se va plena de vida. Queda el aroma. El aroma se va.

Puede ser que se encienda en vano una vara de incienso. Eso no la hace una vara perdida. Quizá nadie le tuvo consideración, nadie estuvo atento a su presencia, nadie inhaló su esencia. Sola se consumió. Pasó en vano. Quizá era el alma del mundo.

Cuando una vela de cera se consume hasta la raíz, uno diría que termina una época. En cambio, cuando la vara de incienso se extingue, parece la abolición de todo lapso. Nunca se sabe cuánto tiempo estuvo encendida. La vela puede servir o no de metáfora de la vida. La vara expresa algo más. Lo sagrado al alcance de los sentidos o la belleza de la existencia o nada más.

El alma se siente movida. El alma sale de la sombra. Asciende portando el aroma, aquí mismo, en uno mismo, en lo mismo. Vuela incensando lejos de la gravedad de la forma que la eleva, certeramente.