Todas las jugadas apuntan al 2000, suele decirse, muchas veces con un dejo de preocupación y hasta de tristeza. Al parecer, aquello de que ``los tiempos no han llegado'' y de que hay que tener sentido de las oportunidades, con que los políticos de antaño disfrazaban su impotencia política, no sólo hizo mella en la cultura que va de salida sino que caló hondo en la memoria refleja de quienes ni siquiera participaron de ella.
No debería haber motivo de lamento por el hecho de que la expectativa política esté dominada hoy por la gran justa de fin de siglo. ¿Podía esperarse otra cosa? ¿No será entonces que se pondrán a prueba la capacidad del electorado para decidir mayoritariamente por otro partido de gobierno, y la madurez de los partidos para inducir ese viraje y luego volverlo efectivo en términos y código democráticos? Y si es así, ¿cómo no esperar que los aspirantes, pesonas y partidos busquen el conocimiento del público, exploren sus reacciones y arriesguen las fórmulas que les permitan ganar sin desgarrarse internamente, no ``desde ahora'', como se dice lastimeramente, sino apenas ahora, cuando faltan menos de dos años para las elecciones?
Quizá, más que lamentar este supuesto ``adelanto'' habría que celebrarlo y legitimarlo. Ello nos permitiría reclamar de partidos y (pre)candidatos el inicio de una fase distinta del proceso político, dirigida al estudio y discusión de los requisitos que hay que cubrir para que el 2000 sea en verdad productivo, no sólo para los ganadores sino para la sociedad en su conjunto. Es la ausencia de una cavilación como ésta la que sí debemos lamentar, porque para que en verdad se instale como costumbre pública de políticos y ciudadanos, tal vez ya no haya tiempo. Para que la ciudadanía consolide un talante reflexivo, que deje atrás el grito o la denuncia que hoy imperan, se necesita de algo más que de los desplantes airados y sin matices que han puesto de moda las cúpulas partidarias.
No hay razón política seria para lamentar la desunión de los diferentes. Ni en el caso de la banca ni mucho menos en el horizonte de la sucesión presidencial, nuestra democracia incipiente requiere para vivir y avanzar de frentes unidos o bloques opositores férreos e implacables. Tampoco el ascenso y la consolidación democráticos necesitan vitalmente de una coalición que expulse al PRI, no sólo del poder sino del territorio mismo y mande a sus mandos al mar.
Estos son, más que nada, resabios del autoritarismo priísta y de la nostalgia presidencialista que nublan la visión de muchos demócratas de estreno. Pero poco tienen que ver con las necesidades reales, inmediatas y profundas de un sistema político que no acaba de afirmarse y asumirse ni por sus principales oficiantes en los partidos y las cámaras. Por eso es que, más allá de su evidente precariedad reglamentaria, el Congreso no ha podido, ni dado muestras reales de querer, volverse el auténtico centro del intercambio político. Por eso es que, nos guste o no, los concilios de ``alto nivel'' pasan todos por ``gober'', más que por la Secretaría de Gobernación.
Tratar de ganar y producir tiempo para deliberar pluralmente y educarnos en forma intensiva sobre una problemática nacional que se ha vuelto insondable y hostil hasta el extremo: he aquí una extrema urgencia nacional que por desgracia no puede evadir la cuenta regresiva de la política normal, que se resume sin remedio en la fecha del 2000. Se le puede afrontar, incluso con éxito, pero sólo si se empieza a hablar y se admite que la injuria y la bravata son, tienen que ser, de tiempos idos, indignos de la más bien intencionada nostalgia.