Nos hermanan y separan la ciencia y la miseria, la medicina molecular y el cólera, la conquista del espacio y las sandalias desgastadas, los suicidios de estudiantes en Harvard por exceso de presión y el analfabetismo, los 20 mil dólares anuales per cápita en algunos países del primer mundo, y los 400 dólares que reciben los habitantes de las naciones más pobres. También definen nuestra condición las muertes por obesidad y los entierros por hambre, la amoralidad de los políticos que tienen que huir de sus países y los intentos por vindicar la dignidad de los grupos más desvalidos por células guerrilleras, y muchos otros etcéteras.
Esa es una parte de la historia del siglo XX. La de los genocidios es otra. Y sin duda, la historia de los silencios y de las complicidades son los fragmentos medulares de tantos desencuentros y tantas matanzas. Es muy probable que las páginas que componen algunos capítulos de la historia contemporánea poco se hubiesen modificado si Hitler, Stalin, Menguele, los dirigentes del Kmer Rojo, Radovan Karadzic o Jean- Paul Akayesu terminasen en la guillotina o, al menos, en la cárcel. Pero en cambio, lo que sí se ganaría es un poco de confianza, una dosis de dignidad y esperanza si los tribunales hubiesen puesto el pie sobre ellos. No tanto en el común y seguramente inmodificable destino de la humanidad, sino en la idea de que aún existe un pequeño espacio para la justicia.
Quienes pensamos que la justicia debe ser bien universal y el respeto a la vida humana la primera condición para definir la esencia de nuestra especie, un genocida no es un temporal ni local ni defendible. Un genocida es siempre un asesino, es universal y sujeto de condena por cualquier grupo que demuestre su culpabilidad. Las matanzas rebasan fronteras, tiempos e inmunidades. La captura de Augusto Pinochet ha traído un poco de sosiego y razón a quienes siguen teniendo fe en que lo más importante de la humanidad son precisamente los seres humanos. No sus ideas, no sus creaciones, no sus logros, no sus conquistas, sino justicia y razón.
Poco importa si se simpatizaba con Salvador Allende o si se piensa que las canciones de Víctor Jara narraban la verdad. Tampoco es bien infinito ni disculpa que la dictadura haya mejorado las condiciones económicas de Chile. Más bien, a Augusto habría que preguntarle por los 2 mil muertos --hay quienes aseveran que la cifra es mucho mayor--, por los cientos de desaparecidos y por los extranjeros masacrados. Habría también que pedirle explicaciones por haberse adjudicado el derecho para cometer asesinatos en seis países.
Sería igualmente erróneo omitir los nombres, susurrándolos en sus viejos oídos, uno a uno, de los extranjeros desaparecidos o asesinados por ``razones pinochetistas''. Si las acciones del ex dictador y compinches no son crímenes de lesa humanidad, entonces, ¿qué requiere nuestra especie para producir el encono universal? Si las matanzas, las torturas y las desapariciones no son suficiente agravio, entonces, ¿habrá alguien condenable en esta Tierra?
Los genocidas traspasan las fronteras de sus países porque trituran la razón. Los asesinos son universales porque los crímenes no son contra individuos sino contra la humanidad. Enjuiciar a Pinochet --no hablamos de condena sin juicio ni de torturas inimaginables sin abogados-- es un beneficio para él y sus simpatizantes: se les otorga la posibilidad de defenderse y reivindicar su imagen ante el mundo. Pinochet, con sus 82 años a cuestas, tiene la gran oportunidad, antes de morir, de vindicar su historia y enaltecer las bondades de sus acciones durante los 17 años que duró su dictadura.
Todos sus corifeos en Chile, su familia, la señora Thatcher y él mismo, tienen ante sí la mejor de las antesalas: demostrar que todas las cifras, todos los muertos, todas las torturas, todos los desaparecidos y todos los odios contra su persona son invenciones de grupos fantasmas y esqueletos de la vieja izquierda. Tienen Pinochet y abogados la ocasión de convencer que las acusaciones en su contra son falsas y que la absurda inmunidad que le otorga su país no es ni siquiera necesaria. Entonces, ¿de qué se preocupa hoy el señor Pinochet?
La justicia tiene paciencia. Enjuiciarlo no es venganza: es sed de razón. Pinochet no debe temer por el sesgo de sus jueces. De ser llevado a un tribunal, lo que sin duda esperamos cientos de miles --¿o millones?-- de personas en el mundo, la transparencia, por la alta envergadura del militar, será la que domine el juicio. Pero no es permisible que el olvido siga dominando nuestro destino ni que los genocidas sigan deambulando por las calles pensando que ni la humanidad ni el presente tienen pasado.