El próximo 10 de diciembre el mundo -quiero decir todo el mundo- conmemorará el 50 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Si no fuese por don Augusto esa fecha, para las mayorías, podría pasar desapercibida. Pero no para el ahora ex inmune senador chileno: el 11 de diciembre es el límite para tramitar su extradición.
Espero y confío en que el secretario británico del Interior se inmortalice dignificando la tan maltratada Declaración. La maniobra es elemental: el 11 de diciembre debe decidir a favor de la humanidad toda. Agolpados esperan los familiares de los tres mil o más desaparecidos durante la dictadura de Pinochet, así como la memoria fresca de ruandeses, judíos, armenios, kosovianos y el inmenso conjunto de aquellos denominados ``otros'' y que van al cadalso sin juicio, sin siquiera saberlo.
Pocas oportunidades ha tenido la humanidad para congraciarse consigo misma en tan poco tiempo. Las 24 horas entre uno y otro día podrán ser históricas: Pinochet hoy es sólo Pinochet, pero, podría, a través de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la fuerza de los jueces españoles y de los tres lores británicos, ser otros nombres. Pinochet es Videla, y Videla es Idi Amin Dada; Idi Amin Dada es Stroessner, y Stroessner es Duvalier, y Duvalier es Suharto, y Pinochet -siempre senador, siempre amnésico- siempre Pinochet, podrá ser también el clon de Hussein, Stalin, Gaddafi, Milolsevic y otros similares.
El affaire Pinochet ha restañado, al menos parcialmente, algunas caras de la condición humana: pocos asuntos han unificado tantas voces y pocas personas, en vida, han conjuntado tanto odio. A la vez, paradoja incluida, es poco frecuente que en un mismo individuo se amalgamen el deseo, por un lado, para que su figura sirva como cortapisas para mitigar el efecto de la tiranía, de la impunidad, del poder ilimitado y del adueñarse de las vidas de otros; por el otro lado, Pinochet simboliza la esperanza, no de venganza, pero sí para garantizar que no se prescinda de la memoria ante la muerte injustificada.
En estas páginas escribí que el peor, el más trágico de los certificados de defunción, porque en muchos sentidos es ``una no muerte'', es aquél que no puede llenarse por ausencia. El término desaparecido, el ser desaparecido, el desaparecido seguramente muerto pero quizá vivo, es una noción reciente que cabalga paralelamente al poder infinito de las tiranías. Buena parte del clamor mundial en busca de justicia proviene de ese dolor no apagado, de esas heridas abiertas, del hedor de la irracionalidad. El hueco profundo y la esperanza nunca fallecida de los familiares de desaparecidos son el mejor argumento para enjuiciar a Pinochet. No se trata de desaparecerlo ni de evitar que siga festejando sus cumpleaños, ni mucho menos de ejercer la Ley del Talión, porque no hay condena que resucite a los muertos, ni castigo que enderece a Pinochet o sus clones. La razón del juicio, como ya se ha dicho, es más simple: impedir la perpetuación de los crímenes de lesa humanidad.
La razón humana, la expresa magistralmente Juan Gelman en la Carta abierta a mi nieta o nieto: ``Dentro de seis meses cumplirás 19 años. Habrás nacido algún día de octubre de 1976 en un campo de concentración del Ejército...''.``... poco antes o poco después de tu nacimiento, el mismo mes y año, asesinaron a tu padre de un tiro en la nuca...''. ``El estaba inerme y lo asesinó un comando militar, tal vez el mismo que lo secuestró con tu madre...''. ``Ahora tenés casi la edad de tus padres cuando los mataron y pronto serás mayor que ellos. Ellos se quedaron en los 20 años para siempre. Soñaban mucho con vos y con un mundo más habitable para vos. Me gustaría hablarte de ellos y que me hables de vos. Para reconocer en vos a mi hijo y para que reconozcas en mí lo que de tu padre tengo: los dos somos huérfanos de él. Para reparar de algún modo ese corte brutal o silencio que en la carne de la familia perpetró la dictadura militar''.
Una vieja sentencia judía reza: ``Aquel que salva una vida es como si salvase a toda la humanidad''. En el horizonte de tantos dictadores impunes, reinterpreto la idea del Talmud: quien mata desde el poder atenta contra toda la humanidad.
No es difícil entender la esperanza siempre presente de que el desaparecido -hermano, padre, hijo- llegue algún día a casa. No es tampoco difícil comprender, por qué la moral desea que el juicio a Pinochet sea lo que dignifique la Declaración Universal de los Derechos Humanos.