Olga Harmony
Polvo de mariposas

Estamos en presencia de la mejor Sandra Félix, que nos recuerda por su finura el campo de Elenas con la que se dio a conocer profesionalmente, aunque no fuera su primer montaje. La difícil tarea de llevar a escena un espectáculo basado en Las olas, la novela de Virginia Woolf, parecía imposible porque los flujos de conciencia de los personajes, esas oleadas que se traducen en palabras, en principio se antojan la antípoda de lo teatral. Pero Sandra y su coadaptadora, Ana Perusquía, logran un poema dramático que está muy cercano a la intención del original -a diferencia de esas adaptaciones fílmicas que reducen su obra a lo meramente anecdótico- y que conserva, y es más: pone de relieve la idea de la inmensa soledad de esos seres a los que ata algo muy parecido a la amistad, quizás la nostalgia de las cosas compartidas.

Con mucha inteligencia, las adaptadoras toman el punto de vista de Bernardo, posiblemente la conciencia central en la novela -como lo demuestra el largo monólogo final- y utilizan el nombre del libro que este personaje, ``destruido por la vida'', nunca escribirá, así tome constantes apuntes en su libreta de notas. El Bernardo viejo del final de la novela es el que narra los sucesos en que participaran los seis personajes, aunque cada uno de ellos conserve los fragmentos del monólogo interior que dan cuenta de sus motivos y sentimientos más íntimos, que aquí se entrecruzan como si fueran diálogos, o se entregan como cartas amistosas. La dualidad de cada personaje -cómo es y cómo es visto por los otros- se acentúa al ser corporizados en esta escenificación que toma momentos clave en la historia de cada uno de ellos.

En esta adaptación, los recuerdos infantiles más significativos para Bernardo (aparte de la imagen de la señora Constable exprimiendo la esponja sobre su cabeza) son, por un lado Rhoda en su estanque de nenúfares blancos y la imprescindible Mariana (que en la traducción que tengo se llama Susana). Los amigos varones, Luis y Andrés (o Neville), al igual que la carnal Laura (o Jinny) aparecen en la adolescencia, cuando la partida al colegio y la amorosa admiración que en cada uno despierta Percival, así como el dolor por su muerte, marcan de algún modo sus vidas. Las afinidades se demarcan, Bernardo y Mariana, en inalterable amistad ambos casados y con hijos aunque con destinos muy diferentes. La sensual y solitaria Laura, más amiga del homosexual Andrés que de los otros. El extraño amorío de la frágil Rhoda con el ambicioso Luis que queda al margen de esa otra afinidad, de Bernardo y Andrés a partir de la literatura.

La escenografía de Philippe Amand es tan eficaz como todas las suyas, muy fría y muy geométrica que logrará ambientes a base de la luz del propio Amand y la dirección de Sandra Félix (y, con todo el respeto que me despierta este teatrista, me atrevo a afirmar que lo que todavía se advierte como un sello inconfundible en sus escenografías corre el peligro de convertirse en repetición de recursos). Puertas corredizas que pueden ser paredes o ventanas (inclusive con antepecho en que quepa un ramo de flores, una botella de vino, el cuerpo de un actor), mesas de tabla abatible que son una larga, o dos pequeñas, o un escritorio, dan los diferentes escenarios de una acción externa que en el original siempre son difusos, pero que aquí necesariamente se concretan. Todo es aprovechado por la directora que logra un sostenido ritmo lento en las acciones y fluido en el discurso verbal de la conciencia.

El trazo escénico es de una extraordinaria limpidez y las soluciones muy imaginativas. Cada escena es destacable, pero me gusta recordar el baile logrado a través de las ventanas y un rincón de la estancia, o Andrés abandonando su mesa de escritorio, pegada a la mesa de escritor de Bernardo, para salir por una puerta y entrar por otra al área de su amigo. Hay que agradecer a Sandra Félix que también rompa con ciertos estereotipos, al dar a Luis Artagnan el personaje del contenido y metódico Luis y a José Sefami el del añorante Bernardo viejo, rescatándolos de los papeles que suelen asignárseles y logrando que ofrezcan otra, también acertada, tesitura. Las tres actrices jóvenes muy convincentes: yo sólo recuerdo haber visto a Mónica Huarte, pero tanto ella como Lucía Muñoz en la sensible Rhoda y Ursula Pruneda como Laura logran crear a sus personajes. Mauricio García Lozano, el lúdico director de escena, es también un actor de matices y su Andrés resulta un homosexual sensible y digno. Menos convincente, quizás por algún problema de dicción, Pablo Gershanik como Bernardo joven.