En México ocurren cosas verdaderamente increíbles. El Presidente de la República, en tanto jefe de gobierno, se niega a conversar con el líder de uno de los dos mayores partidos de la oposición, el PRD. En cualquier otro país del mundo, o casi, el gobernante busca el diálogo directo con la oposición legal, se esfuerza en buscar las coincidencias y cuando no las logra, explica los puntos del desacuerdo defendiendo sus propias posiciones. En México, le da el pase a la ventanilla de al lado a los opositores y los manda a la secretaría del interior.
Al parecer, Ernesto Zedillo gobierna más con el estómago que con la cabeza. Su desprecio hacia el PRD es verdaderamente visceral.
Las bases para que un mandatario pueda ser como Zedillo se encuentran en la situación general, es decir, en la existencia de un partido en decadencia que logra todavía gobernar e imponer a los demás y a la sociedad entera la mayor parte de sus decisiones, aunque éstas son cada vez menos consultadas con aquellos sectores a los cuales los presidentes debían convencer antes de llevar a cabo muchos de sus proyectos importantes.
El Presidente decidió en gabinete cerrado aumentar el precio de las gasolinas; crear el impuesto telefónico de 15 por ciento; autorizar a los estados a implantar un nuevo impuesto de 2 por ciento al consumo final; suprimir varios subsidios generalizados; recortar el gasto de muchas universidades, y administrar un presupuesto recesivo, entre otras medidas de emergencia.
La cuestión es que casi nadie está de acuerdo con el paquete en su conjunto. Se entiende que el Presidente tendrá que admitir la negociación de varios puntos, pero es justamente entonces cuando se rehúsa a conversar con el dirigente nacional del PRD, un partido que cuenta con la cuarta parte de los diputados.
Podría decirse que la dirección de ese partido no debería insistir tanto en que la reciba el Ejecutivo, cuando se sabe de sobra que éste no está dispuesto al diálogo, pero lo cierto es que el PRD pretende manifestar una apertura a la interlocución y que Zedillo queda como un gobernante caprichoso y torpe.
En realidad, el PRD busca una discusión de carácter general con él. No se trata, pues, de un asunto u otro, sino del análisis del rumbo general que está tomando el país. Zedillo, por su lado, confía demasiado en su capacidad para presionar al PAN, pues está demostrado que lo puede lograr. La cuestión es que esa confianza presidencial se manifiesta en un desdén por la otra oposición, pero no por causas políticas sino por razones temperamentales.
Si el diálogo directo, abundante y general entre aquél y el líder del PRD no llegara a ninguna parte, Zedillo no habría perdido nada, pues ahora carece de respaldo perredista, pero se tendría que admitir que las divergencias políticas pueden tratarse abiertamente.
El Presidente conduce su política a través de discursos repetitivos y de la operación de algunos secretarios, especialmente los de Gobernación y Hacienda, pero parece que no le agrada negociar con nadie directamente y, cuando lo hace, todo debe quedar en la reserva entendida de sus interlocutores: la vieja política cuevera de tratar las cosas en ``lo oscurito''; algo de lo viejo que está revuelto con lo nuevo.
La convocatoria general del poder es a evitar que se politicen los asuntos públicos, a lo que responden algunos líderes empresariales con la misma consigna. Se busca que los partidos no hagan política, para lo cual fueron constituidos. Ya que Zedillo considera que la política es una mala palabra, entonces el gobierno la usa para denostar a los opositores.
Pero, como se trata de una línea general, el secretario de Hacienda llega a la Cámara, se niega a responder preguntas formuladas con 48 horas de anticipación y termina diciendo que la asamblea es un circo, aunque después se refirió al incidente como ``pleito de rancho'': todo el gobierno tiene gastritis cuando el Presidente de la República se deja llevar por lo que siente en el estómago cuando le hablan del PRD.