Ahora que nuestros volcanes rugen al unísono y nos amenazan con sus candentes convulsiones, parecería que también nos anuncian, premonitoriamente, otras explosiones, pero de tipo social.
Frente al Popocatépetl y sus bocanadas de humo, se erige la ciudad más poblada del mundo, con su grandeza, sus enormes problemas y tensiones sociales.
Así, la violencia en la ciudad de México corre y se desparrama como si fuera lava incandescente que quita vida a su paso.
No hablamos ya tan sólo de los hechos violentos que se suscitan en torno de la actividad delincuencial organizada. Nos referimos igualmente al engendro de la inequidad, la pobreza y el cierre de alternativas para el futuro de cientos de miles de hombres y mujeres de esta urbe, quienes explicablemente muestran resentimiento y cada vez actúan con mayor agresividad social.
Sigue aumentando la cresta del empobrecimiento colectivo, como producto derivado de un sistema económico depredador, excluyente y deshumanizado, vinculado al neoliberalismo rampante.
Pero además el desempleo crece, se encarecen artículos y productos alimenticios, los impuestos se disparan a la alta y así la marginación y la pobreza de muchos invade cada vez a más.
En la ciudad de México, si bien los problemas se atenúan momentáneamente con la afortunada decisión de frenar al máximo posible el costo en transporte, agua, predial y otros rubros del régimen fiscal, no genera en sí cambios estructurales, menos aún cuando en el contexto nacional o federal los criterios económicos y fiscales, como el impuesto de 15% en gasolinas, contradicen y revierten significativamente las medidas en el ámbito local.
De seguir así, como se aprecia por la recurrente necedad gubernamental del presidente Ernesto Zedillo, de sostener artificios económicos, inequidades sociales, ineptitudes administrativas o yerros de gobierno, los estallidos sociales sobrevendrán y nadie sabe o puede pronosticar certeramente sus efectos y consecuencias.
Tenemos que actuar a fondo y urgentemente, pero no para remar a contracorriente, sino para encontrar otros cauces, a partir de nuevos pactos y compromisos.
Cuidado con estos volcánicos desenlaces cuyas emanaciones ardorosas pudieran borrar civilidad, inteligencia, avances y beneficios comunes, todavía posibles.
Estos estertores sociales serían, por mucho, más peligrosos y perjudiciales que los estruendos del Popovolcán, acompañante del sueño de la Mujer Dormida, símil de una quieta antesala que presagia fuegos de destrucción.