La Jornada domingo 6 de diciembre de 1998

Arnaldo Córdova
El pacto

Todo sistema político democrático y regido por el derecho está fundado en un pacto social y político. Pero, de hecho, con excepción de la dictadura, casi no hay Estado que no se base en un pacto. Puede ser que del pacto se excluya a algunos sectores sociales y políticos, como ocurrió en el régimen surgido de la Revolución Mexicana. En todo caso, un Estado democrático no puede existir si no es sobre el fundamento de un pacto que incluye a todos y no excluye a ninguno. La idea del pacto es muy difícil de comprender en una situación como la mexicana actual, en la que hay una lucha enconada de fuerzas que buscan, ante todo, prevalecer sobre las demás. Pero, bien vista, es harto sencilla.

La esencia del pacto en un autor como Rousseau es que todos los ciudadanos vivan siempre unidos, en el cuerpo político, el pueblo (que no es una noción sociológica, sino política). Ellos pueden dividirse en mayorías y minorías o, incluso, en posiciones encontradas, pero sus diferencias no pueden poner en entredicho la unidad totalizadora que representa el pacto. Si el pacto se rompe, el Estado no puede existir. El pacto, en cualquier circunstancia, representa la unidad del pueblo y del Estado (que en el ginebrino son una y la misma cosa).

Los estadunidenses partieron de la idea de un pacto fundador de su Estado nacional y federal. El principio de la unidad seguía siendo la esencia del pacto, pero ellos introdujeron un elemento que llegó a representar la fuerza motriz del pacto: el principio de la transacción (transaction). Es muy semejante al concepto de Rousseau de convención, en la que se fundaba el origen y el desarrollo de la sociedad y sus instituciones. Pero el principio estadunidense es más incisivo, más pragmático. Los hombres no sólo se aceptan vivir de común acuerdo, cediendo sus poderes personales o particulares para lograr crear el poder del Estado. Lo hacen buscando un beneficio que, a fin de cuentas, debe ser un beneficio para todos.

Los estadunidenses edificaron su formidable poder político a base de transacciones. Todo fue, prácticamente, como si se hablara siempre de negocios. En los negocios se trata de sacar un beneficio común. Tratar de destruir a aquél con el que se busca hacer un buen negocio resulta absurdo. Se puede buscar engañarle y eso es legítimo, pero se debe conservar, ante todo, el negocio que se busca. Para los estadunidenses la primera cuestión no era: transigir con quién, sino transigir para qué. Y eso se hacía con principios muy bien adquiridos y mucho mejor establecidos, que miraban al beneficio general y a la paz entre las fuerzas políticas que daban sustento a la nación. Ciertamente, cualquier convivencia de fuerzas sociales y políticas dentro de un régimen político implica una forma de pacto, en cuanto acuerdo de cohabitación, como acuñaron los franceses. Es una situación parecida a la que México vive ahora. Pero, de cualquier forma que se le vea, se trata de un pacto que no promueve la transacción, sino que la aplaza. En esa situación, las fuerzas políticas no pueden ponerse de acuerdo y transigir, buscando beneficios comunes, porque todas ellas están enfrentadas en desconfianzas y propósitos parciales que niegan la idea misma del pacto. Hay entre ellas un revanchismo que, en realidad, resulta explicable en los estrechos marcos de la reforma política tan limitada que hemos alcanzado. No hay vocación pacticia, hay una beligerancia que busca más el predominio total que el acuerdo y la transacción.

El pacto, que es ante todo acuerdo, convención y transacción, requiere del reconocimiento mutuo de todos, y es opuesto por principio a la exclusión o la eliminación del contrario. Hoy está perfectamente claro que las posibilidades del pacto no existen. Cualesquiera que sean los resultados del 2000, el pacto volverá a discutirse sólo después de la gran contienda. Buscar hoy acuerdos positivos y duraderos se antoja, por desgracia, imposible. Habrá que dejar que los contendientes midan y prueben el poder de sus armas. No deberá extrañarnos que la solución de los problemas que dependen del acuerdo se congelen y que la actividad legislativa se postergue o se vuelva interminable e inconclusiva.

Es el precio del tortuguismo y, a veces, de la resistencia en las que todos conducen la reforma política. También de la inmadurez de todas las fuerzas políticas para una tarea que hasta ahora les ha resultado muy superior a sus posibilidades históricas. Hoy sólo tenemos un pacto de convivencia de fuerzas enfrentadas y enemigas. Nos falta muchísimo para llegar a un pacto verdaderamente transaccional. Pero éste vendrá, hay que esperarlo, cuando los rijosos de hoy se agoten en sus reyertas y se vuelvan, mañana, los verdaderos negociadores de la reforma democrática que estamos necesitando.