En la fracción II, inciso a), del ar- tículo 562 de la Ley Federal del Trabajo se indica que para cumplir con sus atribuciones el director técnico de la Comisión Nacional de los Salarios Mínimos debe realizar estudios para determinar ``el presupuesto indispensable para la satisfacción de las siguientes necesidades de cada familia, entre otras: las de orden material, tales como la habitación, menaje de casa, alimentación, vestido y transporte; las de carácter social y cultural, tales como concurrencia a espectáculos, práctica de deportes, asistencia a escuelas de capacitación, bibliotecas y otros centros de cultura; y las relacionadas con la educación de los hijos''.
Por lo visto el director técnico de la comisión tiene un sentido austero de la vida, porque con $34.45 diarios, en el mejor de los casos, o $31.90 o $29.70, de acuerdo con la zona geográfica que se elija, no parece que se puedan lograr los objetivos anteriores. ¡Bueno!, ni siquiera el más modesto.
El problema es tan obvio que uno se pone a pensar si el gabinete económico de nuestro gobierno no tendrá a la mano algún recurso que permita explicar lo que visto desde mi ignorancia total de la materia económica parece no sólo un disparate sino un crimen.
A lo mejor la explicación está en la ya famosa frase del secretario general de la CTM, recogida en ``Su propia voz'', de esta nuestra La Jornada del 2 de diciembre, que convierte al salario mínimo en mero indicador. Allí aparece que dice que en muchas empresas los trabajadores son bien remunerados. Con el genial remate: ``Soy un cabrón para contestar -a las preguntas de los reporteros- (pero) reafirmo: México no es un país de obreros jodidos''. Lo que traducido al español significaría que no hay trabajadores que ganen salario mínimo y que su fijación obedece a un prurito de establecer un punto de referencia que, a lo mejor, nada tiene que ver con la situación de los trabajadores. Aunque Vicente Yáñez Solloa, presidente de Canacintra haya dicho (La Jornada del jueves 3) ``que sólo dos millones de ellos (trabajadores) se rigen por esa percepción'' (el salario mínimo). No me parecen pocos.
Habría que pensar, tal vez, en que nuestros economistas gubernamentales tienen alguna perspectiva diferente, por ejemplo que estén convencidos de que el aumento al salario mínimo (que no es aumento sino disminución) debe medirse pensando en la inflación que vendrá y no en la que vino. Y no importando, por supuesto, que la misma operación hecha un año antes, no se haya justificado en absoluto porque la inflación prevista fue menor que la real. Sólo así puede explicarse que el gabinete económico, con suficiente amor al prójimo, nos haya recetado el mismo día el aumento-disminución del salario mínimo y el aumento-aumento a los transportes. La diferencia entre ambos fue notable (14 vs. 33) y en los mismos términos de comparación se podrían mencionar los aumentos a las tortillas, a la gasolina, a las autopistas, a los teléfonos y otros que prefiero no recordar.
De verdad que me resisto a creer que el neoliberalismo en boga pretenda, por el puro placer de hacerlo, colocar a los pueblos en la miseria. A lo mejor de verdad creen las autoridades que su política es la adecuada y actúan de buena fe. Habría que recordar el argumento: bajar salarios aumenta la inversión; aumentar la inversión aumenta el empleo; aumentar el empleo importa la necesidad de hacerlo más atractivo para que en la competencia sobre el mercado de trabajo se logren los trabajadores mejores; esa competencia descansa en el aumento de salarios; todo ello implica, con las nuevas inversiones, aumento de los ingresos fiscales y así hasta el cielo con sus angelitos. ¡El maravilloso círculo virtuoso!
Es posible. Pero entre tanto, a 17 años vista han aumentado geométricamente los miserables, los pobres de toda solemnidad y con ellos la inseguridad, la falta de mercado interno, el desempleo, la economía informal, y para acabarla de fastidiar, la crisis total del sistema bancario, el alza de las tasas de interés y la devaluación, de a poquito, pero segura.
En cambio, durante los gloriosos tiempos del nacionalismo revolucionario: 1934-1970), más allá de las barbaridades políticas, el país crecía y los trabajadores ganaban cada vez más. A pesar, por cierto, de los corporativos.
De verdad que no entiendo esa política. Pero, a lo mejor, como no soy economista, no tengo por qué entenderla.