MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Junta de notables
La licenciada Henríquez fue la primera en llegar. Teme quedarse calva y sólo en ocasiones especiales se tiñe el pelo. Por eso, al sentir el tufillo a peróxido que emanaba de su cabellera, comprendí que estaba a punto de suceder algo trascendental para el Círculo Antica. Lo corroboré cuando la recién llegada me preguntó si había suficiente café para todos los socios.
``¿Adelantaron la reunión del día 15?'', pregunté. ``No -me explicó la licenciada-, la de hoy será extraordinaria. Ayer nos enteramos de que la ministra Lamas viene a México. No sabemos cuánto tiempo estará aquí. Queremos darle en sesión solemne la membresía honoraria en Antica''.
Conozco a la licenciada Henríquez desde hace nueve años. Varias veces me ha pedido que la llame por su nombre, Susana. No puedo: esa confianza sería una falta de respeto hacia una mujer que domina tres idiomas, entiende cuatro y lee otros siete. En una ocasión le pregunté si esto último era verdad. Me respondió: ``Claro que leo siete idiomas, pero no entiendo ninguno''.
Quién sabe qué cara habré puesto, porque se apresuró a decirme que el chiste era de Augusto Monterroso, aunque le cuadraba muy bien a ella. Lo dijo para hacerme sentir menos ignorante de lo que soy. Siempre le agradeceré el gesto.
La licenciada Henríquez es una excelente persona, lo mismo que el resto de los miembros del Círculo Antica. Todos han hecho estudios muy diversos y poseen varias maestrías, licenciaturas, posgrados y doctorados. Los identifica su devoción por lo antiguo: edificios, iglesias, cuadros, libros, muebles, trajes, partituras, joyas, retratos. Cuando supe que dedicaban meses a buscar una sola fotografía revaloré la de mi abuela Higinia. Antes la guardaba sólo como recuerdo familiar. Después me di cuenta de que era mucho más: la luz congelada de un día de 1917 en que la madre de mi madre entró en el Estudio Albores para fotografiarse con su vestido de novia.
El círculo tiene ocho sesiones regulares al año. Entre una y otra sus miembros vienen a la oficina para consultar un libro, dictarme una carta, tomar un café o recoger la correspondencia llegada de todo el mundo. Recibimos tantas cartas que el licenciado Armenta y la doctora Calderón ingresaron a una sociedad filatélica. Los demás no pertenecen a ella y me regalan los timbres. Me encantan los que vienen de Oriente porque están decorados con motivos florales de una delicadeza extraordinaria. Tengo un porte chino con un crisantemo. Lo veo cuando quiero huir de la depresión que me producen los días invernales. La estampilla significa para mí una ventana por la que puedo asomarme a la primavera.
No sé contestar cuando me preguntan qué es lo que más me gusta de mi trabajo. Todo me agrada, incluso el olor y los modales de mis sabios. Me saludan de mano y me dicen Chelita. Soy el único ser vivo en el Círculo Antica al que nadie llama doctora, licenciada o maestra. Sería distinto si yo hubiera atendido los consejos de mi madre: ``Graciela: no te preocupes por la situación. Dios proveerá. Termina tus estudios de bibliotecaria''.
No pude seguir en la escuela: mi madre y yo solas, ella enferma, ¿cómo iba a dejar que me mantuviera con la pensión que le dejó mi padre? Busqué trabajo con la esperanza de reanudar algún día mis estudios. Primero estuve en una imprenta, después en una librería de viejo donde conocí a la licenciada Henríquez. Gracias a ella estoy aquí. La bendigo, lo mismo que al olor a peróxido que despide cuando se avecina algo importante.
Tuve razón al presentir un hecho extraordinario cuando le noté avivado el tono del cabello. Vale la pena adelantarse a las demás asociaciones en hacer miembro honorario a la doctora Lamas, ministra de Preservación del Patrimonio Cultural en un país suramericano. No contamos entre los afiliados con una mujer tan distinguida como ella.
A las dos de la tarde en la sala de juntas había más ruido que en la calle. El licenciado Armenta volvió a fumar. El embajador Benavides daba cátedra acerca de a qué personajes se les debe llamar en el encabezado de las cartas don o doña, excelencia o ilustrísimo. La doctora Méndez consultó por teléfono a varias academias. El arquitecto Ochoa daba vueltas por el salón como si se encontrara en la antesala de la maternidad en espera de noticias. En cambio la licenciada Henríquez se mantuvo serena y prestó oídos a todas las opiniones.
Los miembros del Círculo Antica no lograban ponerse de acuerdo respecto de los términos para invitar a la ministra Lamas. Con el ánimo de simplificar las cosas, la doctora Méndez propuso que el documento fuera firmado sólo por el decano, el licenciado Armenta, en nombre de Antica.
Nadie estuvo de acuerdo. Supongo que cada uno de mis sabios pensó: ``Caramba: no es justo haber estudiado tanto y haberme convertido en alguien para que después mi nombre desaparezca en el anonimato bajo la sombra de un decano''. El doctor Dávalos, que se había mantenido silencioso durante la reunión, acalló las protestas. Hizo ver algo clarísimo que no se había tomado en cuenta: ``Señores, ¿no les parece que lo primero es redactar el texto? Después ya se verá quién lo firma''. Bastó para que todos, como niños regañados, ocuparan su sitio en la mesa de trabajo.
Prendí la computadora. Nadie quiso utilizarla porque consideraron que algo tan especial como esa invitación debía escribirse como una carta íntima. Entonces me di cuenta de que jamás he escrito ni recibiré una carta así. Mi experiencia epistolar no irá más allá de recibir los portes que mis sabios me obsequian.
Al ver que los miembros de Antica empezaban a escribir, abandoné de puntillas el salón de juntas y bajé el volumen de los teléfonos para que sus timbres no interfirieran con la delicada tarea de los redactores. En varias ocasiones me llamaron para que les llevara agua, café y más papel. La visión de la licenciada Henríquez escribiendo como ante el pupitre me hizo pensar en que, por la edad, pudimos haber sido compañeras de escuela. Tuve que contener el deseo de llamarla por su nombre: Susana.
La última vez que entré en el salón de juntas estuvo a punto de golpearme la cara la hoja de papel que, convertida en pelotita, el arquitecto Ochoa arrojó al cesto de los papeles, lleno de pliegos arrugados. Cada uno representaba un intento fallido de escribirle a la ministra Lamas una invitación justa, correcta y atractiva.
Recogí los papeles caídos fuera del cesto y alcancé a leer algunas frases: ``Considerando su distinguida tarea de alcances continentales y planetarios, nosotros, orgullosos guardianes de la cultura, hemos resuelto en cónclave...'' ``Tenga a bien, respetada maestra, honrar a nuestra asociación con su venia para...'' ``Su excelencia: En el umbral del nuevo milenio el pasado se torna la clave del porvenir. Usted, con su extraordinaria labor que todos admiramos, nos marca el sendero para, sin desdeñar urgencias del presente...''
Cuando terminé la lectura no pude contenerme y dije: ``¿Por qué no escriben algo más sencillo? Por ejemplo: El Círculo Antica esta a punto de cumplir quince años de existencia. Para celebrar este aniversario hemos decidido por unanimidad nombrarla miembro honorario ,como un reconocimiento más a su tarea en defensa de nuestro patrimonio prehispánico y colonial''.
Esperé algún comentario. Mis sabios permanecieron en silencio. La forma en que me miraban me hizo recordar que en el Círculo Antica soy el único ser vivo al que nadie tiene que llamar maestra, licenciada ni doctora. Tomé el cesto repleto de papeles y, otra vez de puntillas, abandoné el salón de juntas.