La Jornada Semanal, 6 de diciembre de 1998
Unamuno estudió a fondo los planes y manifiestos de Simón Bolívar, personaje al cual hizo el mayor de los homenajes: considerarlo quijotesco. Así, asegura que en el sueño bolivariano se incluían las independencias de Cuba y Puerto Rico para ``establecer un equilibrio permanente entre la gran República de origen inglés y las repúblicas de origen español''.
Lector constante, Unamuno encontró en libros de reducida y especializada circulación, como La Historia Constitucional de Venezuela de Gil Fortoul, los temas y los personajes americanos que despertaron su interés y, en algunos casos, su admiración. En el ensayo sobre el Bolívar quijotesco, advierte que siempre le han interesado ``más los individuos que las muchedumbres, las biografías más que las historias generales y la psicología más que la sociología''. Por eso ve en el Facundo de Sarmiento la lucha entre un civilizado y la barbarie y se estusiasma frente a la convocatoria hecha por Bartolomé Mitre a Belgrano y a San Martín para ``agrupar en torno de ellos la historia de la emancipación de las repúblicas sudamericanas''.
Pensaba que, debido a las constantes luchas, América había dado más hombres de acción que de pensamiento puro o contemplativos. ``Sus Aquiles superan a sus Homeros'' dice cuando habla de Belgrano, Rivadavia, Moreno y Benito Juárez. Además, cuando se refiere a las Cartas quillotanas de Alberdi, reconoce como característica loable de los historiadores americanos hablar preferentemente del ``amor a la libertad más que fomentar el odio personal a los malvados''. Veía en América (a la que estuvo ligado por razones familiares. Un pariente cercano anduvo en las plantaciones de tabaco de Nayarit, en el occidente de México) una especie de riquísimo magma en proceso de formación. Por lo tanto, tenía las imperfecciones o los rasgos apenas esbozados de los cachorros que se ven obligados a luchar sin tregua para ser ellos mismos, ponerse en pie e iniciar su propio camino, producto, sí, de la tradición a la que pertenecen, pero nuevo y original, pues se hace con las rupturas y contradicciones que, en un proceso dialéctico, intentan crear una síntesis cultural. Una España de ultramar con la misma lengua, una religión que engendra una cultura, es decir, una cosmovisión, y muchas cosas en común, es cierto, pero también algo nuevo formándose en los inmensos panoramas americanos, algo nacido de esas distancias interminables, de las profundas selvas, de las cordilleras y desiertos. Algo nuevo y, por lo mismo, distinto a las razas que participaron en el arduo proceso del mestizaje, producto de la mezcla y diferente a las características de los elementos conjuntados. Por eso, cuando habla de Bolívar, don Miguel hace hincapié en el hecho de que, en su tiempo, ``América era una crisálida'' y, por lo mismo, era necesaria ``una metamorfosis en la existencia física de sus habitantes''.
Para Unamuno, el poema sobre Bolívar debería ser escrito por un autor como Browning que ``toma un personaje histórico como centro de reflexiones poéticas''. De esa manera, la poesía lírica sigue incontaminada y la poesía épica no sufre las limitaciones de lo estrictamente testimonial. ``Homero llega cuando están risueñas las luchas en que intervino Aquiles, cuando de Troya no quedan sino las ruinas y es Helena polvo'', dice en apoyo a su tesis, aunque, en el caso de Helena y de acuerdo con la elaboración dramática de Eurípides, sólo su sombra, ``una túnica vacía'', haya estado en Troya, esa túnica vacía por la que sufrieron y murieron tantos hombres de armas.
Uno de los momentos mas poéticos del ensayo nace del paisanaje de su autor con el libertador americano. Habla de la ``vasconía'' de Bolívar en la cual pensó acodado en el barandal de la Colegiata de Cemarruja y con la vista puesta en el caserío y en el valle ``de donde tomó su nombre y su origen el libertador''. De esta manera, el pensamiento de Unamuno se vuelve aún más universal, pues son las diversidades las que alimentan el todo y debemos preservarlas para mantener vivo aquello que Octavio Paz llama, ``la variedad del mundo''. Esto es particularmente urgente en estos tiempos de globalizaciones y de aldeas planetarias.
Unamuno encuentra en la biografía y dichos de Bolívar una serie de acciones que considera como típicamente quijotescas: Ricardo Palma, en el apéndice de sus Tradiciones peruanas registra una frase que es considerada como la última de Bolívar. Se trata de una pregunta que formula a su médico poco antes de morir y que se relaciona con los tres más insignes majaderos del mundo. El médico no encontró la respuesta y Bolívar le informó. ``Los tres grandes majaderos hemos sido Jesucristo, Don Quijote... y yo.'' Por estas y otras locuras e idealismos, Unamuno admiraba sin restricciones a Bolívar, al igual que a ese santo barroco y desmesurado que fue êñigo de Loyola. Lo estusiasmaban otras quijoterías de Bolívar como la frase pronunciada ante el trivial predicador que atribuía el terremoto de Caracas al azote de un Dios indignado con el pueblo que había desconocido a Fernando VII: ``Si se opone la naturaleza, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca.'' Y la idea desbordada expuesta al plenipotenciario que debía ir al proyectado congreso de Tacubaya, México, continuación de la reunión anfictiónica de Panamá y que consistía en la propuesta de una expedición para liberar a Cuba y Puerto Rico y seguirse hasta España ``si para entonces no quieren la paz los españoles''. Un Bolívar contra esto y aquello, un Bolívar que sabía indignarse, un Bolívar que encontraba su medida precisamente en la desmesura. Ese es el compañero de Don Quijote de la Mancha, el personaje más generoso y más radicalmente honesto de la historia de la literatura. Los dos se hermanan en lo que la sociedad de los hombres llama fracaso, los dos fueron juzgados de locos, a los dos los traicionan y atan los barberos, curas, bachilleres, amas y sobrinos que nunca los entendieron -ni podían hacerlo- y los dos están más interesados en el camino que en la llegada, en el ideal en sí más que en su realización.
En ningún escritor del `98 he encontrado un entusiasmo tan genuino ante la emancipación de los países americanos, como en don Miguel de Unamuno. Es claro que, en general, buscaba la emancipación de los seres humanos, su encuentro con la libertad y todos sus riesgos, pues su sentimiento de la vida era trágico y en la honestidad y la sinceridad mas arriesgada encontraba las mejores esencias de lo humano, pero la libertad de los pueblos de América le parecía una de las grandes epopeyas de la historia, como lo eran, también, el descubrimiento y la conquista. En todo esto encuentra una poesía quintaesenciada. Para él ``la gloria de las independencias americanas es una gloria de la raza'', una aventura de la libertad compartida por una comunidad dividida por la coherencia histórica, pero unida por la profundidad de sus rasgos esenciales, y sobre todo, por su futuro. No olvidemos que la novela principal de Elena Garro se titula Los recuerdos del porvenir.
Varias veces, don Miguel insiste en el tema del desconocimiento entre los países de América Latina y España -jamás usa ese término saturado por la ideología y, por lo tanto, inoperante: ``Madre patria''- y de los países americanos, entre sí. Este tema está presente en su ensayo sobre Bolívar y Don Quijote, en sus trabajos sobre Silva, Arguedas y otros escritores sudamericanos, y en sus bien informadas reflexiones sobre literatura iberoamericana.
Vida y obra de José Asunción Silva
``Una noche, una noche, una noche toda llena de perfumes, de murmullos y de música de alas, una noche en que ardían en la sombra nupcial y húmeda las luciérnagas fantásticas...'' así empieza el ``Nocturno'' de José Asunción Silva, poema inaugural de una nueva poética que encontró la música, el significado profundo y la angustia de la separación de los amantes en una repetición que no es el recurso para producir un efecto dramático sino un hallazgo de la forma capaz de expresar las tormentas interiores, lo irremediable del destino y lo inútil de nuestra protesta. Otro poeta americano, en un poema de culpas, gozos y separaciones, coincide en el uso de la repetición para acentuar el enunciado del drama interno. Me refiero a Manuel José Othón y a su ``Idilio Salvaje'': ``bajo un cielo de plomo el sol ya muerto y en nuestros desolados corazones, el desierto, el desierto y el desierto...''
Unamuno hace en su ensayo sobre Silva una serie de reflexiones sobre los escritores suicidas (Silva se suicidó en Bogotá el 24 de mayo de 1896 y, en torno a su resolución, se forjaron historias de los más distintos colores, sabores y tonos que iban desde la enfermedad del siglo, el tedio originado en el clásico tedium vitae, el spleen de la melancólica y pérfida albión y el hastío baudeleriano, hasta el complicado incesto y la visita al médico para que le señalara con absoluta precisión el lugar en el que latía la víscera que al callarse nos suspende todo lo demás, menos el silencio.) Habla de Larra en España, de Nerval en Francia y de Antero de Quental en Portugal (a este último, como a la literatura portuguesa en general, don Miguel dedicó una atención preferente), y usa el concepto de la ``congoja metafísica'' concebida como el tormento que aqueja a los poetas del amor y de la muerte. Para ilustrar esta enfermedad del espíritu, nos recuerda unos versos de Leopardi: fratelli a un tempo stesso Amore e Morte ingeneró la sorte. El gran lírico y filósofo de Recanatti había sufrido los golpes del destino (o de Dios, ``tan fuertes... yo no sé'', diría Vallejo) implacable y sólo en la poesía había encontrado si no una salida, sí una rendija para ver la luz de la vida.
Unamuno encuentra en la poesía y en la muerte de Silva una buena cantidad de elementos infantiles. Los primeros años eran para el poeta un paraíso perdido, un reino de beatitud y, como dice Lampedusa, de ``perenne certezza''. ``El mundo rompió burtalmente el sueño poético de la infancia'', afirma don Miguel y, salvo la poesía, la vida se quedó sin asideros, sin una razón válida para seguir en ella. No sabía combatir y su alma era demasiado frágil. Por eso prefirió la muerte a la vida, rompiendo así no sólo el orden de la naturaleza sino derrotando a las pulsiones poderosísimas del instinto de conservación. Esta es la extrema tensión del suicidio concebido como una opción libremente asumida, como un dramáticamente puro acto de libertad. Y todos estos sentimientos eran bien conocidos por Unamuno y su maestro Kierkegaard. Por eso nota en Silva las ansiosas lecturas de Taine y Shopenhauer.
Unamuno analiza el poema de Silva, ``El mal del siglo'' y encuentra en él a Werther y a Manfredo ``con su cansancio de todo y su absoluto desprecio por lo humano''. Sin embargo encuentra una diferencia tal vez aportada por el espíritu latinoamericano y que radica en una cierta ingenuidad, en una manera, a la vez infantil y decadente, de enfrentar al desaliento, ``al malestar profundo que se aumenta con todas las torturas del análisis''. Sobre estas diferencias, Unamuno elabora una teoría digna de estudio en la cual describe a Silva en su encantada Colombia, lleno de ``un amor a la vida que debió de padecer sobresaltos''. Esta ansiedad, según don Miguel, nacía del ``sosiego propio de los climas benévolos y de la influencia de las brisas heladas que desde Europa le llegaban''.
Por último, Unamuno afirma que la vida del poeta acabó en el naufragio del vapor ``L'Amerique'' frente a las costas colombianas. Ahí se perdió la mayor parte de la obra de Silva. Lo que de él conservamos son los restos -maravillosos, por cierto- del naufragio de su obra y de su vida.
El ensayo unamuniano termina con una declaración de hermandad y de cristiana compasión: ¡Pobre Silva! Sí, pobre el poeta suicida y ricos nosotros con el ``Nocturno'' que nos dejó como siempre renovada herencia.