¡Embrujador encanto el que tenía al torear ese niño madrileño que destapó el salero y picardía, desbordó su fantasía y un son de palmas decía su empaque torero! El Juli prodigaba verónicas, pases naturales redondos y remates ¡esa media! en la cueva que se escondía en el reverso del ruedo. Arrullos en el fondo del agujero negro con hilo en los encajes de la seda creadas por el milagro de los duendes que tocaron a este niño.
El sol y el aire le ayudaban a fecundar en el sueño, dibujando los redondos por excelencia fantásticos y mágicos; turbados y turbadores. El capote y la muleta se plegaban al ruedo y se transformaban en colorear de infinitos matices. La ilusión del torero corría por las espaldas del redondel, y el misterio dormía en su infinito y parecía nunca acabar.
El toreo ejecutado por El Juli fue básicamente mágico al mezclar las finuras y los redondos, las frescuras y los esplendores de la belleza, las imágenes móviles de las curvas de sus pases naturales llenos de hechicería, que hacían surgir un mundo de encantamiento. Meciendo la tela en las curvas poblaba el redondel de maravillosas formas del ser que buscaban al tiempo...
El Juli bordó el toreo y recortó, galleó y floreó en las banderillas con el hilo y la seda, en plastias de prodigio. Velas que recordaban los misterios del ensueño y nos llevaron a trocar el mito en suceso. Tal como se los habíamos contemplado en algunas tardes en la México de novillero, a veces los más hermosos y en otras los más emotivos. Emotiva fue su faena al primero, y hermosa la del último. Rumbas de naturaleza cambiante como el furioso oleaje que se vuelve en espumas suaves y bellas, iguales y diferentes. El carácter de su torear era gracioso y cruel; amable y pérfido; de niño jugando al toro lleno de locas fantasías y caprichosas formas que danzaban jubilosamente al arrastrar a los bomboncitos de Santiago, a seguir su instinto para conducirles a los hoyos encantados del fondo de la arena en una existencia orgiástica, que la vida muerte les arrebataría.
El diestro madrileño que tan enorme expectación despertó, confirmó su alternativa con la plaza llena hasta el reloj y en su toreo describió la magia que se luce y arrastra a las masas -al sentir el aroma que despide, cada lance el suyo propio-- que sube y sube y de su ser surge la belleza de la misma entraña.
Los pases naturales que prodigó murmuraban hermosura y eran el imán del magnetismo del torero, cuando relajado y con mucha naturalidad, hacía sentir la penetrante frescura, reflejada en el fondo del agujero del tiempo que en el ruedo lleno de deseos, desaparecían en el lance efímero que se iba, pero se quedaba. Falta saber si esos lances, pares de banderillas y pases se quedaron en el fondo del ruedo, donde bordan el toreo, los elegidos, los duendes. Porque si están ¿cómo se llega a ellos? ¡Vaya embrujo encantador el de este niño madrileño que nos enloqueció a los aficionados!