Vivimos situaciones que no tienen precedente. Somos hoy casi 100 millones de habitantes, y si a eso sumamos que la población es ahora predominantemente urbana, que dispone de eficientes medios de comunicación social masiva, que varios de los miembros de la familia trabajan, estamos hablando de una sociedad que poco conocemos.
Por el lado de nuestra inserción en el mundo, la velocidad y la interdependencia se han vuelto la constante. El impresionante despliegue tecnológico, lo ilimitado de las comunicaciones, la violenta irrupción de nuevos paradigmas, la preeminencia de los flujos financieros, fenómenos que conviven con el crecimiento exponencial de la pobreza, la depredación ecológica, la ruptura en la escala de valores, la deshumanización de la convivencia, la violencia y la enajenación, que definen este tiempo.
Para la educación, los nuevos escenarios que caracterizan a la globalización, significan un reto descomunal que, junto con los rezagos que aún tenemos, se magnifican: ¿cómo enfrentar los rezagos?, ¿cómo hacerlo en condiciones de escasez financiera y de expansión demográfica? Preguntas que reclaman de una respuesta compleja, de una política de Estado capaz de actuar en una dimensión diferente.
En primer lugar, que reconozca el problema. La educación pública, si bien ha sido parte esencial en la construcción de la nación, enfrenta limitaciones que le han venido restando peso e importancia, parte porque el conocimiento se genera a una velocidad mucho mayor que la capacidad para transmitirlo; parte, porque hay nuevos agentes educativos que disponen de recursos tecnológicos de una gran variedad e impacto; parte, porque hemos venido renunciando, como familia y como sociedad, a la responsabilidad de educar.
La segunda condición es la de actuar en el largo plazo. La magnitud del problema, lo complejo de las soluciones, la cantidad de recursos que reclama, obligan a un esfuerzo de largo plazo. Cuando la Revolución fijó como uno de sus ejes fundamentales educar, lo hizo con una perspectiva de largo plazo; definimos una prioridad que no se perdió a pesar de las coyunturas que sin duda enfrentamos.
La tercera condición es que participen todos quienes deben hacerlo. El largo plazo puede asegurarse en la medida que los consensos sean amplios. Si una decisión es impulsada por sólo una parte, por más que sea la parte mayoritaria, cualquier cambio en la correlación de fuerzas se traducirá en el abandono de la prioridad. Y ese consenso debe convertirse también en una creciente participación y aprecio social por la educación, sus agentes, sus instrumentos y sus fines.
Si el valor agregado que mejor reconoce la globalización es el de la información y el conocimiento, la inversión en capital humano no puede diferirse ni detenerse. Invertir en el conocimiento es invertir en la viabilidad de nuestro porvenir individual y colectivo. Esa debe ser la dimensión de la política educativa de Estado.