Abraham Nuncio
Regreso a Chipinque

¿Puede alguien imaginar a la República Mexicana como territorio privado en 90 por ciento? Si así llegara a ocurrir, la incapacidad de gobernar sería, entre otras, una de sus nefastas consecuencias. Las políticas fiscales, ecológicas, de asentamientos humanos, de servicios, de infraestructura económica, de protección civil, de uso de la tierra para fines públicos resultarían inviables. O al menos de difícil instrumentación y ciertamente onerosas.

La imaginación, que a veces no da para tanto, suele ser desbordada por la realidad. Existe ya el ejemplo real de la privatización casi absoluta de un territorio. En Nuevo León, un porcentaje de las tierras rurales y urbanas como el apuntado pertenece a particulares. De aquí lo caro del suelo y la dificultad -a veces incluso la imposibilidad- de realizar obras de beneficio común sin toparse con los intereses de terratenientes pequeños, medianos y grandes. Sobre todo los de estos últimos. Gigantescos latifundios en el campo y la ciudad son propiedad de unos cuantos propietarios que impiden al estado trazar cualquier política que implique el uso de la tierra con fines de utilidad pública.

Algunos de esos latifundios se han establecido en Chipinque, estrado de la Sierra Madre Oriental famoso por su belleza forestal, sus reuniones políticas y, más recientemente, por sus incendios y deslaves.

Lázaro Cárdenas quiso impedir que su colega y rival, el general Juan Andrew Almazán, se apoderara, como finalmente lo hizo, de buena parte de Chipinque. Decretó durante su gobierno que éste y una amplia zona que comprendía eminencias, cañones y estribaciones de la propia Sierra Madre fuera considerado parque nacional.

La regresión que se produjo luego del sexenio cardenista propició una rapiña sobre los recursos naturales del país a la que no se le ve fecha de cierre. Chipinque, por esta vía, ingresó más tarde a la especulación inmobiliaria. Y aunque se logró preservar una parte considerable de su superficie, a partir de los años 70 empezó a ser objeto de una piratería sin límites. Por supuesto, no sin la complicidad de las autoridades.

En Chipinque se ha fraccionado con y sin permiso, se ha deforestado igual, se ha construido en lugares peligrosos. También allí han nacido clubes de vecinos amantes de la ecología cuyas acciones fraternizan con hobbies de fin de semana y patronatos que actúan como propietarios del lugar bajo el enraizado prejuicio de que si hay alguna administración que se justifique a priori ésa es la privada.

Durante su sexenio, el gobernador Jorge Treviño (1985-1991) llevó a cabo una como segunda expropiación de poco más de 2 mil hectáreas en Chipinque. Hubo, desde luego, oposición por parte de sus aparentes propietarios. Finalmente se concretó pero, manes del salinismo ultraprivatizador, en la administración siguiente el decreto fue revocado sin que pasara, como procedía, por la autoridad del Congreso local.

Ahora el gobierno panista de Fernando Canales ha considerado inválida la revocación del decreto expropiatorio, e interpreta que la superficie expropiada pertenece al estado. El caso está en estudio.

Sin tener que esperar al desenlace de este nuevo episodio en torno a Chipinque, es pertinente plantearse la necesidad de revisar legislativamente y en la práctica la posesión de tierras urbanas y rurales en todo el país. Anomalías como las de Chipinque, que se traducen en especulación y actos predatorios, exigen ser corregidas de inmediato. Pero no sólo: es preciso volver a reformar el 27 constitucional para darle a la tenencia de la tierra un sentido social, un uso racional y un futuro humano.

Si escandalosas fueron las modificaciones al artículo 27 de la Constitución con Salinas, apática -por decir lo menos- ha sido la actitud del Congreso de la Unión y señaladamente de la Cámara de Diputados hegemonizada por la oposición respecto a la tenencia de la tierra. La ecología del país es destruida por la explotación aberrante que se hace de sus recursos naturales, y los espacios que debieran ser de uso y beneficio común son negocios privados de la peor laya.

A muchas cosas hay que ponerles un hasta aquí. La democracia, el bien común, el ejercicio republicano y otros términos que por lo general sólo sirven de jardinería a discursos y desplegados requieren encarnar en actos que sirvan a un proyecto de país en el que el interés privado, ahora atrincherado en un concepto de libertad excluyente y de un derecho de propiedad que se quiere absolutizar haciéndolo pasar por sagrado, no prevalezca sobre el interés común. Un proyecto, en suma, que opere al contrario.