JOVEN MAESTRO
Rafaelillo Ť Cuando la sonrisa asomó en el aniñado rostro de Julián López El Juli, el joven torero ya había entrado a la historia. Cincuenta mil voces, bajo la apoteosis, en comunión excepcional del artista con su público, exaltaron la obra maestra. Y el chaval madrileño, pleno de facultades y sin recurrir a los arabescos triunfalistas de los diestros pasajeros, bien puede recordar la pieza, parafraseando a Juan Ramón Jiménez, simplemente evocando: Platero y yo. Porque desde hoy los dos nombres, el del toro suave, pastueño y magnífico de Santiago y el del pequeño maestro --ya no un ``niño prodigio''-- capaz de electrizar a las multitudes con el largo trazo de sus derechazos en redondo y sus cambios aterciopelados, serán referencia obligada entre quienes amamos la fiesta brava, síntesis de nuestra cultura de pueblo bravo y proyección de nuestras más hondas raíces.
¿Tiene alguna importancia que no paseara, durante su salida en volandas, los ``máximos trofeos'' porque no pudo conquistarlos con el acero? ¿Habrá alguien que se atreva a minimizar el trasteo excepcional por esos cinco fallidos golpes de descabello que fueron cinco puñaladas en el corazón de cuantos habíamos vibrado de emoción, como cuando nuestro Manolo Martínez indultó a Amoroso y con la misma fuerza conque consagramos a Enrique Ponce hace seis temporadas luego de su tarde mágica con los castaños de Begoña? Le dieron una oreja para dejar una huella material; no la necesitaba. Como los grandes, los de ayer que se asomaron al balcón del cielo para verlo torear, y los de hoy, quienes ya saben que El Juli se precipita hacia la cumbre, bien pueden exclamar, con el gesto altivo, desafiante: ¡Ahí queda eso!
Platero, el sexto de la tarde, cárdeno oscuro con 502 kilos, enmorrillado pero con poca cara, casi arrolló de salida a su lidiador, colándose entre éste y las tablas. Cualquier coleta, por razón natural, se habría desconfiado; Julián no. l, conquistador nato, repuso terreno y desmayó los brazos, con las zapatillas quietas y la pierna contraria al viaje del cornúpeta adelantada, para consumar, en los medios, cinco verónicas de ortodoxo estilo, luminosas, una media chipén y la larga como un cuadro. Todo lo demás fue recoger la cosecha. El morito recibió una sola vara. Luego El Juli pidió los rehiletes y, de poder a poder --dos veces de dentro a afuera-- dejó tres pares en lo alto. El volcán torero había hecho erupción.
Platero, entonces, se entregó. Y El Juli, inspirado, ya con la franela, le fue andando llevándoselo hacia los medios, ligando el pase de trinchera con el de la firma, hasta consumar un cambio musical con el de pecho. Y comenzó la sinfonía de bien torear, de torear mandando, de torear creando: ocho derechazos, en un palmo de terreno, hondos y sin mácula, un nuevo cambio y un largo, apretado pase de pecho. Con la izquierda, Julián le enseñó el camino a su amigo Platero y, paso a paso, enmendando en un principio y enterrando en la arena las zapatillas después, ligó los naturales.
La apoteosis se desgranó. Y vinieron entonces los muletazos en redondo, la capetillina y el desdén como ejemplos gratificantes de la amalgama torera entre la laxitud nuestra y la hidalguía hispana. Uno a uno, cinco, seis derechazos de vuelta entera; uno a uno, los cambios deletreados y los pases de pecho. Todo fue pleno, perfecto: la plaza a reventar como marco, el toro embistiendo sin cansancio, el joven maestro simplemente disfrutando. No lo mató bien: dejó un sartenazo atravesado y luego la espada de cruceta pareció oxidarse. Queda el pecado para que pronto rinda en la México, en olor a inmortalidad, su penitencia: la de conservar, en competencia consigo mismo, su sitio en la historia.
Confirmó su alternativa
Con Torbellino, el primero, negro bragado con 514 kilos, Julián confirmó su alternativa y perfiló su hondo toreo. Algunos desajustes, sobre todo con la mano zurda, no fueron óbice para construir con aseo su faena. Media trasera y descabello al segundo intento. Le llamaron al tercio.
Mario del Olmo aprovechó la ocasión y cortó una oreja, protestada, luego de una labor entre altibajos ante Don Goyo, el quinto, cárdeno con 542 kilos. Por momentos, el muchacho tlaxcalteca, abandonándose, ligó los derechazos con limpio trazo de muñecas. Pero no hubo estructura, plan, para conservar nivel y distancia ante un bicho gazapón, que arreaba de pronto y después buscaba al torero. Pinchazo y entera. El regalito del biombo --presidido por Heriberto Lafranchi-- es lo de menos. Con el tercero, Califa, castaño ojinegro con 508 kilos, estuvo mejor, con la cabeza fría y la sangre caliente. Por ello pudo hilvanar algunas series a pesar de la mansedumbre del burel que buscaba la querencia. Dos pinchazos y descabello al sexto golpe. Saludó desde el tercio.
Miguel Espinosa Armillita, el primer espada, enfrentó a Emperador, negro entrepelado con 554 kilos, de incierta acometida, con el que estuvo bien, a secas, cuando se acomodó, sobre todo con la izquierda. Pero cuando el bicho se rajó el espada claudicó también. Dos pinchazos, aviso y media estocada. Y con el cuarto, Granadino, castaño ojinegro con 515 kilos, sublimó los derechazos en una larga y sentida tanda de ocho pases... para luego perder la brújula a la par con la sosería del enemigo. Pinchazo, media trasera y descabello. Le silbaron.
Tarde inolvidable. El Juli seguirá soñando. Nosotros, cada vez que recordemos, también.