Hace muchos años, cuando estaba yo en París, la vida en Europa era muy barata y los latinoamericanos aún teníamos una moneda fuerte, éramos bien vistos en el viejo continente y en las películas estadunidenses de finales de los años cuarenta las capitales de moda eran México, Río, Buenos Aires y hasta Lima. Nosotros, Paco López Cámara y yo, teníamos al principio una beca gigantesca para los estándares de entonces, 500 dólares mensuales que nos duraron ocho largos meses, durante los cuales viajamos a cuenta de la UNESCO con el fin de que Paco averiguara cuáles habían sido los impactos de la industrialización en algunos países del Tercer Mundo. Para ello, nos detuvimos seis meses en París, dos en Suiza y los Países Bajos y, por fin, dos en el Medio Oriente, Egipto, Siria Jordania e Israel, países todavía -en 1953- más o menos tranquilos y en los cuales subsistía de manera importante la marca de la colonización inglesa y francesa.
En El Cairo nos alojamos en un hotel de medio pelo: la beca no alcanzaba para que dos personas se alojaran en los grandes circuitos de turistas europeos. El hotel estaba situado en un barrio céntrico y nuestra habitación tenía un enorme balcón desde donde se podían ver las películas que se exhibían en un enorme cine al aire libre y en el programa de esa semana aparecía Sarita Montiel cantando su último cuplé en español y hablando en árabe con los demás personajes: una experiencia inolvidable. Y entre impacto e impacto de la industrialización que no ofrecía muchas muestras de haber llegado para quedarse, nos dábamos tiempo para visitar las ruinas y montar a camello -con gran terror de mi parte. Las pirámides eran maravillosas pero casi imposibles de gozar por la presencia de limosneros vestidos con pijamas que se arrojaban sobre nosotros como un enjambre de moscas, de la misma manera en que las moscas literales se posaban sobre los ojos llenos de pus de los bebés cargados por sus madres, cubiertas sus caras por velos divididos en dos, gracias a un artefacto de metal que las cegaba.
Desde el Cairo nos fuimos a Luxor y a Karnak. Eramos estudiantes pobres en un mundo más pobre aún, viajábamos en un tren polvoriento que bordeaba el Nilo y desde la ventana arenosa veíamos a los campesinos, sus vacas flacas y ese famoso limo de bíblico esplendor. En Luxor compartimos un tour con dos gringas, expertas viajeras que llevaban como equipaje dos vestidos de tergal, completa novedad en el mercado y que por lo mismo era también carísimo, ligera ropa que podía lavarse y secarse en un santiamén, con lo que pudimos conocer sin advertirlo el futuro de los viajes, esos viajes masivos que desplazan turistas gordos y sudorosos contaminando con su mirada y sus atuendos las viejas ciudades italianas, los museos franceses, las catedrales españolas o las ruinas egipcias y romanas. Las gringas aparecían cada mañana vestidas como puritanas impolutas. No se usaban entonces los blue jeans, vestimenta reservada aún a los obreros. Yo llevaba una falda de lana y dos camisas de manga corta que me hacían sudar la gota gorda en el desierto cuando a la sombra de las columnas del templo de Hapshepsut el sol caía a plomo de 40 grados Celsius.
No recuerdo bien cuáles habían sido los impactos de la industrialización en esos países, en cambio sí me acuerdo de las ruinas romanas en Jordania, de las antiguas y sonoras ciudades de Tiro y Sidón, de las gigantescas y maravillosas columnas del templo de Baalbeck en Líbano y de un peluquero que le arregló la barba a Paco y le preguntó si podíamos ayudarlo a emigrar a México. Líbano era todavía la Suiza del Medio Oriente y aún podían verse los famosos cedros de que habla la Biblia, era un tiempo sereno anterior a la debacle, que luego llegó a Centroamérica y que poco a poco ha ido invadiendo a nuestro país con las consecuencias catastróficas con que se aniquila la antigua Yugoslavia. Ahora, al relatarlo, advierto claramente que el impacto de la industrialización en esas tierras iniciaba un ominoso proceso.
Estuve en Jerusalén dos veces, ciudad dividida entonces por un muro, como más tarde lo estaría Berlín. Me tocó ver a los judíos religiosos lamentarse por la pérdida del reino y por los millones de judíos aniquilados en los campos de concentración nazis. Recorrimos otros lugares sagrados: las mezquitas de los árabes, el Santo Sepulcro manejado por católicos y ortodoxos como mercado de reliquias (la mía fue un simple prendedor de plata y concha nácar que aún conservo). Desde la vieja ciudad podía contemplarse la nueva urbe construida por los israelíes, una metrópoli incipiente, muy distinta de la que ahora se destruye por los miles de fraccionamientos que transforman a Jerusalén en una ciudad estadunidense de pacotilla. Para ir al otro lado de la ciudad tuvimos que volar a Chipre, enseñar nuestro salvoconducto para volver a contemplar desde lejos los viejos y sinuosos caminos por donde anduvo Jesús y desde el avión vimos, literalmente, serpentear el Jordán.