El linchamiento de los pobres no es invención de nuestro gobierno. Es un fenómeno universal derivado de modelos económicos inoperantes en el Tercer Mundo cuyos estragos se entienden en la calle. La calle abarca todo: educación, techo, alimentación, pasado y presente, salud y la idea, sólo la idea, de futuro.
No es la salud el mejor índice para evaluar la salud --moral, social, intelectual-- de la clase dominante, pero sí uno de los más críticos. La salud es demasiado: conjuga historia, honestidad, compromiso, y un etcétera perenne de los gobiernos previos hacia sus votantes. La salud es diferente que el techo o la educación. Ni más ni menos importante, pero su ausencia, sobre todo cuando la enfermedad nace in utero --como sucede en los países pobres-- es determinante. Ante la patología temprana o ante la imposibilidad de acceder a una cura todo queda relegado.
La salud como universo es obligación del Estado. La salud social o su ausencia es excelente instrumento para evaluar la función gubernamental. A nivel individual, la ``no salud'' como manifestación de enfermedad también corresponde a quienes ejercen el poder, pero en este nivel, el médico es preeminente.
Nadie espera que los galenos sean mecenas, falsos religiosos o revolucionarios. Tarda mucho tiempo la Tierra en parir Ernestos Guevaras o Albertos Schweitzer y poco los médicos en olvidar sus obligaciones primarias. El enfermo pobre debería ser prioritario y el doliente olvidado por el Estado leit motiv. Pero la realidad es otra: el mísero y el desvalido no son la preocupación fundamental de los doctores. Esto debería ser motivo de discusiones éticas, sobre todo en naciones donde la miseria es cada día más evidente. ¿Existe, como reza el título de este escrito, algún compromiso moral entre médicos y pobreza? O, ¿sería deseable, como pregunta el exordio, que fuesen los doctores agentes del cambio social? Los párrafos siguientes intentan ser el pegamento entre ética médica y miseria.
Michael McCally asevera que la pobreza es una gran amenaza tanto para el individuo como para la comunidad por lo que los médicos tienen la responsabilidad social de llevar a cabo acciones contra ella. Y agregan: ``los galenos pueden ayudar a mejorar la salud de la población denunciando la pobreza como clínicos, educadores, científicos y participando en política''. Añado que a la par de sus destrezas profesionales, los galenos son historiadores y que cada ficha clínica conlleva junto con las caras de la enfermedad narraciones de la vida. El porcentaje de patologías asociadas al ``correr de la vida'' es inmenso: desnutrición, cólera, tuberculosis y la diabetes mellitus son patologías de la pobreza. Enfermedades cuya lectura traduce miseria económica y cuya responsabilidad histórica corresponde a los gobiernos. La obligación ``presente'', como denuncia, como atropello, como violación a la tan socorrida y casi prostituida frase constitucional ``derecho a la salud'', corriente a galenos y gobierno. En este sentido, toda faena médica seguirá empantanándose porque la miseria excluye al individuo de la vida y de sus posibilidades para desarrollarse en la sociedad. Sirvan de ejemplo algunas cifras.
La Organización Mundial de la Salud afirmó en 1995 que 43 por ciento de los niños en las naciones pobres --230 millones-- tienen bajo peso para su edad y 50 millones presentan bajo peso para su altura. El mismo estudio informó que si los países en vías de desarrollo contasen con las mismas condiciones sociales y de salud que las naciones ricas, la cifra de niños menores de cinco años que fallecen anualmente --12 millones-- podría reducirse a menos de 400 mil. Asimismo, mientras que en las naciones más pobres el promedio de vida es 43 años, en los ricos es 78. No sorprenden menos las diferencias en el gasto en salud pública: en algunos países pobres el gasto anual por persona es 16 dólares y en los ricos 2 mil 300.
No hay duda que los datos anteriores son trágicos, pero lo es más el hecho de que la simple medida de duplicar el ingreso per capita de quienes perciben mil dólares anuales, incrementaría once años las expectativas de vida.
Lo mismo sucede cuando se analiza el binomio educación-salud. En Perú, la mortalidad infantil es casi 75 por ciento menor en madres con siete o más años de escolaridad cuando se compara con hijos de madres analfabetas.
Los datos abundan: abusaré de estas líneas en otro escrito. Concluyo: los médicos somos testigos de los aciertos y desaciertos de los gobiernos. Si la pobreza está vinculada con muchas enfermedades, es lícito argüir que los doctores tienen la responsabilidad de combatirla y denunciarla tanto como puedan. En México, el reto es doblemente difícil: es deber dar armas a los más pobres para mejorar su salud y para cuestionar las casi siete décadas del priísmo.