La victoria del teniente coronel Chávez al frente de una amplia coalición de inconformes ha despertado en México temores y esperanzas. Temores de aquéllos que ven reflejada en el espejo venezolano su propia imagen en el futuro; esperanza de los descreídos de siempre, cazadores de la oportunidad única para, ahora sí, hacer la historia. Chávez simboliza, hasta el límite del lugar común, la quiebra de los viejos partidos de la democracia representativa, cuya fatiga secular anunciaba un sonoro desastre. Pero, en rigor, bien visto no hay sorpresa. Su llegada mesiánica estaba debidamente anunciada, preparada como si fuese una pieza teatral por la incapacidad del régimen político para brindar mínimas seguridades y soluciones a una población que se siente frustrada. La rabia de todos como motor del gran cambio, así no se sepa cuál es el destino que le espera.
El héroe se forja a la antigua usanza en las viejas fraguas del cuartel y el carcelazo, pero sobre todo en la experiencia intransferible del golpe, cuyo ejercicio resume cierta sabiduría inmemorial de nuestros gobernantes. ¿No estábamos todos de acuerdo en que la democracia era punto final para esa tradición?
Chávez vuelve para derrotar a la clase política con los métodos de la democracia, sin que a nadie le pesara la fracasada intentona castrense. Todo lo contrario, su bonos suben hasta el cielo. En lo sucesivo serán Chávez y Bolívar; el eterno medallón con el caudillo y la patria, el salvador que teníamos guardado en la alacena bajo responsabilidad militar, las antiguas premisas ideológicas, los mismos resortes morales, exactas las repetidas intuiciones del pueblo pidiendo una nueva era de hombres de verdad capaces de aplicar soluciones providenciales.
Chávez es el vencedor absoluto en Venezuela y los partidos de siempre se derrumban. Pero lo que allí pasa nos concierne a todos. Aceptemos que algo pasa, y no muy bueno, en esta nuestra democracia, tan frágil, tan suspendida en el aire de las promesas incumplibles, tan incapaz de proponerse más que ``ajustes'' para embonar en una economía que no controla, bajo las órdenes de quienes mueven los hilos del poder y las finanzas en este mundo sin orden ni progreso. Chávez es la prueba, una más de las ya recibidas, de lo urgente que es una renovación política y moral en la sociedad latinoamericana. Hay que tomar la lección positiva acompasando el ritmo de las instituciones políticas a las necesidades de una sociedad que ya no puede ni quiere escuchar las viejas cantinelas de los políticos.
Algunos en México oyen campanitas esperando repetir el modelo de Chávez o Fujimori, aunque para ello tengan que pasar por el ojo de la aguja partidista que es, justamente, una de las bestias negras de la resurrección populista asentada en la sociedad civil. No les será fácil, pero los ingredientes están ahí, listos para echarse al caldo: una crisis sin salida que ante los ingresos de la población, hundiendo a millones en la pobreza y exasperando los sentimientos de las clases medias; unas instituciones políticas que no dan pruebas de madurez al debatir y resolver los problemas que se presentan; una clase política incontinente que reduce el parlamento a un cotarro sin dignidad republicana; unos partidos que sólo saben denunciar y pedir votos, que sólo prometen pero no cumplen; un clima general de irritación ante la inseguridad ciudadana y la corrupción incesante; la presencia activa de la violencia en todas sus formas como un componente de la vida cotidiana, en fin, un cuadro de contrastes y frustraciones que da pie para que los impacientes se aceleren preguntando ¿Democracia? ¿Para qué?