Camila Pascal
Las estructuras urbanas y los plantíos se entrecruzaban del otro lado del vidrio opaco del autobús. Al cabo de una hora de camino ya casi estábamos por llegar a Talagante, uno de los tantos suburbios de la capital. Como convenido, Leonel Lienlaf, joven poeta mapuche, me esperaría en la parada, a dos cuadras de su casa. Sentía como el nerviosismo me rasgaba ahí en el estómago y en un intento de apaciguarlo dejé de fijarme en la ruta para invocar a las montañas imponentes, erizadas de araucarias, que me recibieron en el sur, junto al río Bío-Bío, línea de agua fiera que hace apenas cien años delineaba la frontera de la nación mapuche.
A diferencia de la mayoría de los pueblos originarios del continente, los mapuche no sufrieron la derrota a manos de los españoles sino de los criollos, a finales del siglo xix, en lo que se llamó la Guerra de Pacificación. Ahí fueron doblegados, masacrados y despojados de sus tierras. Su existencia real terminó por disolverse en el mito de la unidad racial y cultural del país. Negados por la historia oficial y la Constitución de la República, el pueblo mapuche, la minoría étnica más importante de Chile, aún conserva su cultura y su lengua. Tras la organización comunitaria y el ritual espiritual se ha atrincherado, durante largos años, la resistencia mapuche.
Hoy en Chile, a la par que en el resto de América, la cuestión indígena reaparece con fuerza. Esta se plasma todavía a través de conflictos localizados, como el caso de la oposición rotunda de un pequeño grupo de mapuche-pehuenches del Alto Bío-Bío a la construcción de una represa que inundaría sus tierras, hogares, cementerios y lugares sagrados. Pero el reclamo profundo es el de una nueva relación con la nación, fundada en el respeto, el reconocimiento de su existencia como pueblo y el derecho a la autonomía.
Más tarde, Leonel me explica que el movimiento mapuche está viviendo una etapa de restructuración, alrededor de demandas reivindicativas y de la defensa del territorio, pero sobre todo en contra de la pérdida de la memoria y de la cultura. La lucha contra el olvido: ``No de que nos olviden, sino de nosotros olvidarnos de nosotros mismos''. Afirmación que cobra relevancia cuando se aprende que la sobrevivencia económica ha empujado al 80 por ciento de la población mapuche a la ciudad. Gente condenada al desarraigo.
Mapuche significa etimológicamente gente de la tierra. Su ser se funda en ese matrimonio sagrado e indisoluble con la naturaleza. ``Nosotros somos el sueño de la tierra; ella nos sueña a nosotros. El universo es una unión de sueños'', expresa Leonel y agrega, de manera tajante: ``Es otra visión del mundo. La cultura mapuche va en dirección contraria a la cultura occidental''. Su religiosidad parte de la concepción dual y complementaria de las fuerzas de la Creación y se centra en el principio de reciprocidad universal. Está anclada en el inconsciente, a través de los sueños se manifiesta lo sagrado.
``Hay formas de enseñanza que no puedes obviar'', me responde el poeta cuando le pregunto sobre esa conciencia diferente que hace que el mapuche lea un mensaje en el vuelo de un pájaro, ``Si tú le dices a un mapuche que la tierra está hablando, que la tierra se está moviendo, él lo va a entender, incluso si ya no se considera como mapuche. Un chileno común te va a responder: `estás loco' o `qué interesante, estos mapuches escuchan a la tierra', pero no va a entender porque hay ahí una relación distinta que no es explicable lógicamente. Tiene que ver con una conciencia de mucho más atrás y mucho más profunda. Por eso la lucha no es sólo terrenal en términos de realidades concretas. También es una lucha espiritual. Cuando digo tierra, digo idioma. No estoy diciendo solamente la palabra sino todo lo sagrado que eso implica. Digo tierra y estoy nombrando a los espíritus que ahí habitan. Eso es el cuento del Alto Bío-Bío. No es simplemente un problema de tierra, sino de que ésta no es una mercadería. En ella hay una historia, que no es solamente la humana. Ese árbol que te vio crecer es una historia, es vida''.