Umbral

Con los derechos humanos pasa lo que con el dinero, cuando más se habla de ellos es cuando menos hay.

Hace todavía no muchos años, en público nadie mencionaba los derechos humanos, y no porque no se violaran, a veces mucho. La historia moderna de México es pródiga en hechos que lo confirman. Nada más no eran un issue de la administración pública.

Eran en todo caso un problema de la sociedad, precariamente organizada.

Como se sabe, las violaciones a los derechos elementales de los individuos adquieren diversas moda-lidades. Pueden ser psicológicos o físicos, se materia-lizan en problemas de salud, alimentación, educación y vivienda; en las relaciones con el poder y la admi-nistración de la justicia. Pueden ser sexuales, económicas o productivas. Con frecuencia conducen a la pérdida de la integridad física o de la libertad, si no es que a la desaparición y otras formas de muerte.

En años recientes, y aunque el nuestro sea un país que progresa en el concierto de la naciones, la gravedad y frecuencia de las violaciones a los derechos humanos se han incrementado hasta grados alarmantes. Y como en casi todas partes en el mundo moderno donde suceden estas vulneraciones a los derechos de las personas, suelen tener un origen institucional.

Las barbas del general Pinochet hoy se exhiben en el lavadero mundial como una advertencia, pero también como la lamentable confirmación de que esas cosas pasaban no en la edad de piedra sino en el pasado reciente. Y ocurren hoy mismo, aquí mismo.

Ahora, como nunca, también se habla de los derechos humanos de los indígenas. Una preocupación viva y común. Ahora también existe una Comisión Nacional de Derechos Humanos cuya presidencia la decide el presidente de la República. Y son los indígenas de todo el país los principales demandantes ante esta instancia --especie de antesala judicial-- pues sus dificultades en la materia han llegado a ser insoportables.

Apenas va a ser un año de la atroz matanza de civiles inermes en Acteal, la historia de horror y dolor que marcó nuestros días con una cicactriz indeleble. Y ni siquiera fue la primera matanza moderna de grandes dimensiones (dos años atrás fue Aguas Blancas), pero sí fue la primera con carácter fratricida.

Y aquí la mayor violación humana posible, además de la muerte: inducir, institucionalmente, la división de los pueblos con fines criminales de control político y castigo. Todavía en Aguas Blancas fue la policía. En Chenalhó fue ``la gente'', y no por reacción espontánea. Se trató de la construcción deliberada, científica, de una fractura social terrible, de la que Acteal podría ser sólo el principio, si no se hace justicia pronto y se desmantelan los dispositivos criminales que las autoridades han creado dentro de las comunidades.

Ese es el crimen. Los desplazamientos, las mutilaciones y la muerte son sus consecuencias.