Sin el aval de la Organización de Naciones Unidas, ni más coartada que una autoconcedida y falaz representación de la comunidad internacional, el presidente William Clinton ordenó una agresión militar contra Irak. Desde el mediodía de ayer hasta la madrugada de hoy, las fuerzas bélicas de Estados Unidos, emplazadas en el Golfo Pérsico y con el respaldo más bien simbólico de la aviación inglesa, realizaron, en acatamiento de las órdenes de la Casa Blanca, un intenso bombardeo contra la capital de ese país árabe.
Para justificarse, los agresores han esgrimido motivos de seguridad nacional, así como la supuesta necesidad de defender a los países vecinos de una agresión por parte del régimen de Bagdad. Han mencionado, también, su determinación de neutralizar los instrumentos de destrucción masiva en poder de Irak, con el pretexto de que esa nación ha sido la única que los ha utilizado.
Ninguno de estos alegatos pasa la prueba del sentido común. En el momento presente Irak es un país hambriento y en ruinas, incapaz de amenazar las seguridades nacionales de Estados Unidos o de Gran Bretaña. La antigua condición iraquí de potencia regional desde la que Sadam Hussein se lanzó a la aventura criminal y desastrosa de invadir Kuwait fue arrasada hace siete años hasta el punto de que la dictadura iraquí carece, hoy, de toda posibilidad militar, geopolítica, económica o ideológica para intentar la repetición de esa empresa.
Por lo que respecta a la posesión de armas de destrucción masiva, el mandatario estadunidense omite recordar que fue su propio país, y no Irak, el primero en usarlas y en masacrar con ellas a poblaciones civiles, en agosto de 1945.
Ante la inconsistencia de las explicaciones de Clinton, se hace más evidente su verdadera razón para ordenar esta agresión bélica: acosado por un poder legislativo que amenaza con destituirlo, el mandatario decidió distraer a los legisladores con una situación de guerra, así como agitar el patriotismo más ramplón para eludir el juicio político que -injustamente, cabe señalar- le espera en el Capitolio.
Circunstancia inmoral e injusta, si alguna, en los días que corren, pues la población iraquí no está siendo víctima de las ambiciones y la insensatez de su gobernante, ni de los intereses económicos y geoestratégicos de los países desarrollados, sino que está pagando, con sufrimiento y muerte, las secuelas de un amorío palaciego que fue convertido en instrumento de desestabilización política por los enemigos de Clinton.
Este, por su parte, tiene poco de qué alegrarse. Ha arrojado algunos cadáveres iraquíes a los legisladores republicanos, pero con ello no ha conseguido aplacar las ansias de linchamiento moral en su contra. Por el contrario, su acción ha generado una respuesta insólita e inédita en los sectores más conservadores del Capitolio, los cuales afirmaron, por boca del senador Trent Lott, que no respaldan la agresión a Irak.
En lo externo, las órdenes de ataque del Presidente estadunidense han suscitado el rechazo de Francia, Rusia y China, miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, y se han interpretado como una bofetada a los esfuerzos del secretario general de ese organismo, Kofi Annan, por lograr soluciones pacíficas a la situación en el Golfo Pérsico. En Irak, los bombardeos, lejos de debilitar a Sadam Hussein, fortalecen su régimen sanguinario y corrupto. Y en el mundo, la acción de Clinton implanta, una vez más, la barbarie y la ley de la selva en las relaciones internacionales, y coloca a Washington en su antigua y odiosa posición -que parecía superada-, de gendarme mundial autoproclamado.