La Jornada 19 de diciembre de 1998

MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco

Ecos de un hombre

Hice mal en aceptar que viniera Magda. Cuando se ofreció a visitarme no pensé que sería necesario inventar una historia para ocultarle lo sucedido con Julio. Ni siquiera sabría por dónde empezar. También puedo hacerme la dormida y no abrir la puerta. Pero conozco a Magda, si no le abro irá con mis vecinos: ``Perdone que lo moleste, ¿no sabe si Eglantina salió? Quedamos de vernos en su casa, llevo horas tocando y no responde. Me preocupa que le haya sucedido algo''.

El vecino contestará que no me vio salir. Eso aumentará los temores de Magda. Tal vez crea que al caerme en el baño me partí la cabeza. O que, presionada por mi situación, acabé suicidándome. Muchas veces he pensado en eso, no lo niego, sobre todo los fines de año. Para mí no hay nada cuando concluyen en la oficina el intercambio de regalos y el brindis con vasitos de cartón. Por más que trato de restarles importancia a la Navidad y el Año Nuevo, me horroriza imaginarme sentada frente a la televisión comiendo pollo frío.

II

Este espantoso 1998 tuve la ilusión de que el fin de año sería distinto. Julio dejó de hablarme de usted, se ofreció a venir a componerme el radio del coche, mudo desde que lo desconectaron cuando mandé el carro al servicio. Me entusiasmó la idea de que en plena temporada navideña, cuando por lo general estoy sola o acompaño a mis amigas casadas a comprar regalitos, tendría en mi casa y en mi automóvil a un muchacho.

Julio no es Antonio Balderas. Sin embargo, tiene unos ojos muy vivos, una sonrisa encantadora y muy buen porte. Si alguien lo ve en la calle jamás imaginará que es ``auxiliar'' en el área de contabilidad. Cuando llegué, hace catorce años, los auxiliares se llamaban office-boys y nunca se hubieran ofrecido a hacerle servicios personales a una jefa, mucho menos en su casa. Tampoco los hubiesen autorizado a vestir los yins que se pone Julio.

Pensé en eso cuando, después de cuatro cubas, él por su voluntad me dijo que podía arreglarme el radio el sábado por la tarde. Si yo estaba de acuerdo llegaría a mi casa a las seis.

Cómo voy a decirle a Magda que desde ese momento hasta hace tres horas me pasé el tiempo imaginando escenas: Julio y yo en el interior de mi coche, Julio desarmando mi radio y yo haciéndole preguntas tontas, levemente provocativas, que jamás haría una jefa ni una mujer que se llame Eglantina. Mi nombre me obsesiona. Nunca se me ocurrió averiguar por qué lo eligió mi madre. Ella, o quien haya sido, me condenó a vivir rezagada porque Eglantina siempre será un nombre de antes, mucho antes de que los office-boys se llamaran ``auxiliares'' y una jefa pensara en recibir a uno de ellos en su casa.

Le hablé de todo esto a Magda cuando, terminado el brindis, la llevé a su departamento. Al principio fingió escandalizarse; después aludió a los pantalones vaqueros de Julio. Me puse muy seria. Respondí que no había pensado en sus yins sino en devolverle la voz a mi radio. Cuando llegamos a su edificio Magda me dijo lo que se debe decir a una Eglantina: ``Sé que eres muy sensata y no me preocupo de que suceda algo entre tú y Julio. Pero si pasa algo, promete que me lo contarás''. En efecto, sucedió algo y no tendré el valor de contárselo.

III

Gasté toda la mañana del sábado haciéndome trampa. Atribuí la taquicardia al exceso de café y no a la emoción de saber que en unas cuantas horas Julio llegaría a mi casa. Fui al súper bajo la excusa de evitar posteriores aglomeraciones. Puse en el carrito lleno de comestibles dos six-pack de cerveza, con el pretexto de que sólo en esta época del año producen la que me gusta. Encontré en el estacionamiento a una anciana vendedora de flores. Pretendí que sólo por el deseo de ayudarla compraba tres docenas de rosas amarillas.

A mediodía no pude comer por más que me esforcé. Inventé la necesidad de arreglar mi clóset. En realidad buscaba un suéter de alpaca que me dibuja el busto. Me lo puse como si no me llamara Eglantina ni fuera jefa en el departamento de contabilidad donde Julio es auxiliar.

Julio llegó a las seis en punto. Me sentí muy halagada cuando percibí sus esfuerzos para no mirar demasiado mi suéter. Luego dijo que mi departamento le parecía padrísimo. Cruzó por mi mente una escena de película: el joven, desnudo, fatigado y soñoliento sobre la cama deshecha, y la mujer madura ofreciéndole una sonrisa cómplice y el desayuno en una charolita. Por fortuna las rosas amarillas le parecieron muy chingonas y eso desvió mis pensamientos.

Estuvimos en la sala el tiempo necesario para que él me describiera los congestionamientos prenavideños que había tenido que sortear y yo me disculpara por haberle causado semejante problema. Sólo se me ocurrió decirle que mi coche estaba en el garage. Bajamos muy despacio la escalera. Me disculpé de que en el edificio no hubiese elevador. ¿Lo habría hecho una mujer que no se llamara Eglantina? Quién sabe, pero sentí que me rezagaba todavía más y descendí corriendo los últimos peldaños.

El estacionamiento subterráneo estaba desierto. Quise abrir la portezuela pero se me olvidó desactivar la alarma y me sentí como una estúpida. ``A mi tía siempre le pasa lo mismo''. El comentario de Julio me arrancó una sonrisa falsa, le entregué las llaves y él actuó como si entrara en su propio automóvil. Permanecí de pie, mirándolo estudiar la caja del radio. Pregunté si tenía suficiente luz para sus trabajos. ``No. Desmonto el radio y nos subimos''. Nunca antes había oído esa frase en labios de un hombre. Esperé con una ansia infantil el momento en que Julio y yo estuviéramos de nuevo en mi departamento.

IV

Los hombres vuelven a la infancia apenas se encuentran ante un aparato. Comprobé que esto era verdad cuando vi a Julio absorto en las piezas minúsculas del radio. En el momento oportuno lo invité: ``¿Quieres tomar algo? Tengo cerveza negra fría''.

Mientras le servía en un tarro helado me justifiqué: ``Sólo tomo cerveza a fin de año, porque esta marca me parece deliciosa''. El me contó que estaba en una liguilla de futbol y al final de cada partido ``se pone a toda madre la cheleada''. Confieso que me gustó esta frase horrible. Sin preguntar, llevé a la mesa otras dos botellas. ``¿Con quién pasas la Navidad?'' La pregunta me tomó por sorpresa y sólo tuve tiempo de decir: ``Sola... pero no me importa. Me gusta. Después de ver a tantas personas en la oficina durante todo el año, lo considero un alivio''.

Temí haberlo ofendido. Le ofrecí queso y emparedados de paté. ``Tenqiu, mejor otra chelita''. Volví a imaginarme la escena de película: el muchacho desnudo entre las sábanas revueltas. No alcancé a vislumbrarme como la mujer madura con la bandeja del desayuno porque sonó el teléfono. ``Le di tu número a mi chava. Debe ser la Vanessa''.

Dije con esforzada cordialidad: ``Sí, señorita, aquí está el joven Julio. En seguida toma la bocina''. Julio me arrebató el inalámbrico: ``¿Qué onda, güey?... Ya díle a esa ruca que se largue... Orale pues, gordita... Paso por ti al ratón''.

No sé cuántos minutos transcurrieron entre esa breve conversación y el momento en que Julio se declaró incapaz de componer mi radio. A principio de año se lo llevaría a un amigo dueño de un taller. Se negó a que lo acompañara a la puerta. Mientras escuchaba sus pasos bajando la escalera bebí los amargos restos de cerveza que Julio había dejado. Imposible contarle todo esto a Magda. Mientras llega inventaré una historia que cuadre con mi nombre: Eglantina.