La Jornada Semanal, 20 de diciembre de 1998



Josu Landa

La sagacidad del poema


En torno a la idea de Plutarco sobre ``el encantamiento del arte poético'', Josu Landa, autor de Treno a la mujer que se fue con el tiempoy de Más allá de la palabra, nos habla de la sagacidad del verbo ``que deriva hacia el acontecimiento siempre efímero del poema''. Por esta razón, periódicamente intentamos redefinir la sensibilidad poética.

En un pasaje del suculento tratado sobre ``Cómo debe el joven escuchar la poesía'', Plutarco recomienda al aprendiz de oyente de poemas tener presente ``el encantamiento del arte poético'' y ser capaz de oponer al poeta o al rapsoda truculentos la frase ``Oh engaño, más astuto que el lince'', extraída de la tragedia clásica. Se trata de precauciones pertinentes a la breve meditación acerca de los vínculos entre poesía y poder que recogen estas líneas.

Al margen, y en contra de su intención pedagógica, la expresión de Plutarco parece intuir, al menos parcialmente, lo que tal vez sea la principal evidencia para la conciencia poética contemporánea: el hecho de que la palabra en plan de poema nunca es ni puede ser representativa, medial. Hay una astucia de la palabra con intención poética en virtud de la cual acontece el poema y no otra cosa (por ejemplo, el enunciado teórico, la información, la orden, etcétera).

El mito y su variante, la historia, dan cuenta de fenómenos en los que se comprueban ciertos poderes de la palabra. Sin embargo, la imagen del poderío del verbo respecto de toda una gama de empresas (desde crear el mundo hasta curar enfermos y conjurar otros males) corresponde a una idea representativa de la palabra, superada por las vanguardias poéticas en el último siglo y medio. El triunfo, tal vez definitivo, del ideal de la poesía pura comporta otro hecho fundamental: la asunción de la palabra como un fin en sí y su consiguiente liberación de las trabas de la representación, la vieja mímesis. Así que es dable proponer la siguiente hipótesis: la ``purificación'' de la palabra en el texto con intención poética implica la superación de su función referencial y, con ello, su renuncia a todo verdadero efecto de poder.

La noción de poder se define de muchas maneras. Puede entenderse como una voluntad que se impone desde afuera -el poder es siempre heteronomía- a determinadas voluntades, obligándolas a actuar conforme a los designios de aquélla. Ser capaz de imponer el deseo de uno a otros sujetos de deseo y hacer valer la fuerza de uno a otras fuerzas es tener poder en el terreno de las relaciones humanas y en el de los nexos con la naturaleza.

Tal vez tengan razón Hobbes y Hegel: en último término, hay que buscar en la muerte el verdadero fundamento del poder. Sin la certeza de la muerte propia, no sería concebible la hipótesis sospechosamente racional del contrato social. Tampoco sería pensable la dialéctica del reconocimiento que, según Hegel, explica el igualitarismo moderno, en virtud de la superación recíproca (y trágica) de las figuras del amo y el siervo. En definitiva: el poder como capacidad de administrar la muerte, como facultad de disponer de la vida del otro, toda vez que la vida humana misma, incluyendo la del propio poderoso, ha sido convertida en mera disponibilidad. Por eso mismo: el poder como principio cohesionador de la comunidad y como factor de integración racional del agregado de individuos libres que es la sociedad moderna y sus derivados.

Tal como se estructura y opera en la actualidad, el mundo de lo poético nada tiene que ver con tales modos de poder. Tampoco encuentra acomodo en los dispositivos macro y microsociales por medio de los cuales fluye el poder, en los Estados nacionales y en las redes internacionales del presente. La metamorfosis histórica de la palabra con intención poética en fin-en-sí funda definitivamente un universo refractario a cualquier avatar del poder entendido como factor de dominación.

El agrio recelo de Heráclito hacia la poesía se basaba en una idea medial y funcional de la palabra. Lo mismo cabe decir de la persistente repulsión con que Platón se refería a todo lo que tuviera que ver con el mundo de lo poético. Desde el Ion hasta las Leyes, pasando por el Fedro, la Apología y, sobre todo, la República, Platón invierte demasiada energía en tratar de supeditar la poesía al ideal de la verdad y, con ello, a las necesidades del modo de poder adecuado a su modelo de estado.

Como se sabe, Platón fracasó en ese intento. En el fondo, se trataba de un proyecto innecesario: radicalizar un fenómeno de mediatización de la poesía ya existente. Si la grandiosa cultura griega fue posible por una paideia cuyo soporte principal era la poesía de Homero y Hesíodo, junto con la tradición trágica y otras expresiones poéticas, ¿qué caso tenía regular violentamente un uso ya instrumentalizado de la palabra, como pretendía Platón? Mucho antes de que Platón propusiera la idea fallida del rey filósofo como máxima expresión de la palabra en plan de verdad y de dominio, la gran poesía griega, esa cima áurea de la palabra representativa, tenía efectivamente el poder. Privilegio que, también es verdad, compartía ventajosamente con la palabra del oráculo, del conjuro y del misterio: los otros modos de la palabra medial.

En su estado de medio, antes y después de Platón, la palabra siempre ha sido instrumento de poder. Conciente de ello, Maquiavelo -que algo sabría sobre el asunto-, en el capítulo XXI de El príncipe (sobre ``Cómo debe conducirse un príncipe para adquirir alguna consideración''), recomienda a éste ``honrar a todos aquellos gobernados suyos que sobresalgan en cualquier arte''. Le aconseja, asimismo, que guarde miramientos con las corporaciones dedicadas a todo arte, al tiempo que le recuerda que ``está obligado a proporcionar fiestas y espectáculos a sus pueblos''. En suma, toda una pragmática para aprovechar los poderes del arte, incluyendo el de la palabra-medio, en beneficio del Poder con mayúscula.

La voluntad de granjearse y mantener a toda costa un poder puro y duro es lo que motiva a las prescripciones maquiavélicas. De acuerdo con éstas, hay que deslastrar a la voluntad de poder de toda carga ética posible, lo que en el caso de las artes supone dejar a un lado todo escrúpulo anti-utilitario. En definitiva, el ámbito de referencia de Maquiavelo es la terrible pasión de que habla Elias Canetti en La conciencia de las palabras: el delirio del poderoso por ser el único y evitar que nadie lo sobreviva. Pero la mediatización de la palabra -incluso de la palabra con vocación estética- puede mostrarse con rostros más amables; sobre todo cuando se le asocia con algo tan digno como la verdad. Plutarco, siguiendo en esto a Platón, se permite advertir, en el tratado ya mencionado, que ``a los poetas no hay que obedecerles como a pedagogos o legisladores, a no ser que su asunto sea razonable''. Es decir, si no aclara su verdad de fondo. Unos quince siglos después, Giambattista Vico trata de animar a los estudiantes de la Real Universidad de Nápoles invitándolos a lo siguiente: ``Contemplad [...] con mente de alguna manera divina las creaciones de los grandes poetas: encontraréis que en ellas la naturaleza humana -[...] porque se os muestra siempre coherente consigo misma, siempre igual a sí misma, siempre, en todas sus partes, conservando el decoro- se nos aparece siempre bellísima, aun cuando nos sea mostrada en lo que tiene de torpe.'' Por lo demás, una actitud coherente con la idea de que la poesía es el lenguaje originario, el que funda los pueblos. Una idea profundamente esencialista, que asumirán en buenaÊmedida los románticos y los grandes filósofos idealistas alemanes, a la par de que encontrará asentimientos y complicidades en pensadores de nuestro tiempo, como Heidegger y Gadamer.

Desde luego, los extremos a que puede llegar la tradición del verbo medial y utilitario se sitúan más allá de las sublimidades teoréticas. Ya se ha visto someramente en lo que puede derivar en el plano político. Algo parecido sucede en el terreno de la técnica. Cabría recordar las Geórgicas de Virgilio, no en vano recomendadas por Alfonso Reyes, para los planes de estudios de las escuelas rurales auspiciadas por Lázaro Cárdenas. Pero también están monstruosidades estéticas, como el Poema pedagógico de Makarenko, esa perla del ``realismo'' leninista-stalinista.

Por lo menos, a partir de Mallarmé la historia de la poesía parece haber entrado en la era de la palabra-poética-en-sí, la época en que la palabra se trasmuta en fin en sí. Es posible que este fenómeno haya tenido su origen en la estética kantiana: hipótesis cuya comprobación habrá que dejar para otro momento. La palabra se libera de toda heteronomía; destacadamente, de la que representa todo poder de dominación, de explotación, de afección de las otras mentes, por medio de apologías o de utopías o de premáticas instrumentales. Por eso resulta llamativo que, por ejemplo, en El político (1908), Azorín recomiende al profesional del poder la lectura de ``libros de biografías, memorias, confesiones y casos verídicos'', no ya de poemas como los que, en tiempos todavía no tan remotos, el poderoso refinado estaría obligado a conocer y tener en mente.

Hay, con todo, dos efectos de poder exclusivos de la palabra-poética-en-sí: 1. La asignación efectiva de un valor específico a los lenguajes, con lo que éstos superan el estado de indistinción cósica que supone el simple hecho de su objetividad social y cultural; y 2. La transignificación, esto es, el rebasamiento necesario de la dimensión significativa o función semántica que ejerce todo lenguaje.

En esos dos poderes consiste la sagacidad de la palabra que, siendo formalmente representativa, significativa, puede derivar en el acontecimiento siempre efímero del poema. He ahí, en suma, la astucia de renunciar a ser signo, palabra mediadora, palabra-de-representación, para pasar a ser otra cosa, radicalmente distinta: simple palabra-don, palabra-de-presentación-de-sí.

Ambos efectos de poder -si cabe llamarlos así- exigen encuadrar a la palabra con voluntad estética en el terreno de una comunidad de poetas-lectores y lectores-poetas, así como en las coordenadas de un conjunto de valores que históricamente actúan como criterios regulativos de lo poético. Por lo demás, todo esto supone un fenómeno que ha venido dándose espontáneamente: la formación de una nueva sensibilidad poética. Ya no se trata de servirse de la palabra formalmente poética para ilustrar y educar acerca de realidades externas al mundo de lo poético (desde una moral, hasta la apicultura o la grandeza de unos dioses o determinadas hazañas o biografías, póngase por caso). De lo que se trata es de forjar y fortalecer un sentido de lo poético puro, una capacidad de jugar determinados juegos que sólo pueden tener lugar en la extraña arena de los lenguajes. En otras palabras: una nueva educación de las facultades de interpretar, criticar, dialogar y experimentar el goce estético, esto es, la vivencia del cumplimiento de ciertos valores poéticos.