La Jornada Semanal, 20 de diciembre de 1998



(h)ojeadas

Fundar la realidad

Pedro Pablo Martínez

Juan José Millás,
El orden alfabético,
Ed. Alfaguara,
México, 1998.

``...quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora doña Dulcinea desencantada, que no haya más que ver''.

Sancho Panza

Escribo con la sensación en la garganta de haber terminado de leer uno de los libros más importantes de mi vida: El orden alfabético, de Juan José Millás. Rebasa lo que había imaginado que el narrador valenciano era capaz de hacer. Creo que incluso me obliga a releer su obra anterior. Para ello partiría del ensayo de Sigmund Freud llamado El malestar en la cultura y particularmente de una consideración: ``El ermitaño vuelve la espalda a este mundo y nada quiere tener que hacer con él. Pero también se puede ir más lejos, empeñándose en transformarlo, construyendo en su lugar un nuevo mundo en el cual queden eliminados los rasgos más intolerables, sustituidos por otros adecuados a los propios deseos. Quien en desesperada rebeldía adopte este camino hacia la felicidad, generalmente no llegará muy lejos, pues la realidad es más fuerte. Se convertirá en un loco a quien pocos ayudarán en la realización de sus delirios'', en contraposición con la frase de Tom Wolfe que me asombró en los años setenta: ``Entonces comprendí que la soledad no sólo no era un hecho trágico, sino la condición esencial de nuestra existencia.'' Y es que me atrevo a decir que con esta novela no solamente se inicia un nuevo ciclo sino se consagran las constantes de toda su narrativa, entre las que destacan la soledad y la fantasía de las dimensiones simultáneas.

El orden alfabético es la urdimbre de historias que le suceden a Julio -otra vez Julio, pero otro y el mismo que en novelas anteriores, obsedido por otra y la misma Laura- en dos narraciones: la de su adolescencia y primera parte, en primera persona, mientras enfermo y recluido en su casa imagina que va a la escuela, y las palabras se pierden porque los libros vuelan como mariposas en un fragor semejante al de Los pájaros de Hitchcok, de manera que llega un momento en el que la fantasía supera en realismo a la cuarentena que supera todo; y la de su madurez o segunda parte, que salta de lo que le sucede en tanto su padre convalece y él vive la realidad que cuenta a todos, supuestamente casado con Laura, en tanto conquista a una mujer invisible y a una jefa absolutamente irreal, precisamente por no haber sido imaginada, en tanto escucha un caset de un curso de inglés en el que se repite la situación. ¡Y todos los niveles de realidad parecerían perfectamente lógicos! De no ser porque les falta el orden exacto del alfabeto que solamente se cumple durante el diálogo con su hermana aborto, dentro de una enciclopedia. Complejo resulta el entramado de esta narración paradójicamente tan fácil de seguir, si no recordamos una confesión del propio autor en el prólogo de la Trilogía de la soledad: ``...soñé una novela entera, de arriba abajo. Me desperté excitado porque es muy raro que se te aparezca una novela de ese modo, desde el principio hasta el final, en la que todo está resuelto. Lo malo es que después del desayuno la olvidé y no he conseguido recuperarla a pesar de que desde entonces me acuesto temprano (sueño mucho en las primeras horas). Cada vez que intento evocarla me viene a la cabeza la imagen de un tubo a lo largo del cual aparecen grandes tuercas hexagonales que quizá constituyan otros tantos puntos de unión. Hace poco vi una estructura semejante en una ferretería. Pregunté qué era y me explicaron que se trataba de un fragmento de una conducción de riego automático. Ignoro qué relación podría haber entre la novela soñada y la hidráulica, pero así son las cosas.'' Y es que esta relación de vasos comunicantes entre dimensiones diversas de la realidad marca el flujo de la conciencia sinestésica y la visión del mundo de Millás que si antes optó por la mecánica de espejos entre el pasado y la realidad (El jardín vacío) o la suplantación de un hermano por su gemelo (Volver a casa), todavía ahora se pregunta por qué el espejo no realiza una inversión completa y también nos miramos de cabeza, del mismo modo que intenta convencernos de que hay otra vida si le damos vuelta al calcetín de la realidad y nos sumerge en ambos ámbitos con la certeza de la solidumbre: ``Siempre he procurado contar en la clave de la vida cotidiana la esencia de la soledad humana, en conflicto con el entorno que le sirve de espejo, de consuelo y de martirio''. De manera que la relación con el otro parecería determinada y es lo que en cierta medida se antoja explicar con las palabras con las que R. D. Laing inicia quizás el más luminoso de los capítulos de El yo dividido: ``La conciencia de sí, en el uso ordinario del término, designa dos cosas. Un percatarse de sí por uno mismo, y un percatarse de uno mismo como objeto de la observación de otro'' (sic). Pues, como también dice Millás: ``É todos tenemos alguien que nos impone una identidad indeseable que resulta más intensa cuanto más fugaz''. Esa identidad del observador de Laing es la que él determina para el ``yo'' lector cuando le avisa, casi al final, que en su novela: ``Élo real deviene en invisible, mientras que lo ficticio está tratado de tal modo que se puede tocar con las manos''. No nos queda otra que reconocer que del principio al final del libro hemos caído en manos de alguien que ya nos habían dicho que afirmaba que: ``Los escritores son así; necesitan desaparecer de vez en cuando para acumular alguna experiencia con la que entretener luego a sus lectores. Los escritores son muy carroñeros; se alimentan de lo que desechamos el resto de los individuos, y a esa habilidad la llaman percepción. Sólo que de vez en cuando necesitan cambiar de ambiente para probar el sabor de otras carroñas, porque si no tienen cierta variedad, la percepción se les agota y dejan de escribir y se mueren porque no reconocen otro modo de vanidad que el de ser leídos.'' Y nos quedamos pensando que la única salida posible sería la de internarnos de nuevo en la lectura de su narrativa completa, emulando a su personaje en los callejones de la enciclopedia ``como si las cosas más importantes de la vida dejaran de desearse en el momento mismo de alcanzarlas.''


FICHERO

Ensayo (histórico)

Chiapas, el obispo de San Cristóbal y la revuelta zapatista, John Womack Jr., trad. de Enedina Ramos, Cal y Arena, México, 1998, 90 pp.

Ensayo (político)

Bobbio: los intelectuales y el poder, Laura Baca Olamendi, col. El ojo infalible, Editorial Océano, México, 1998, 223 pp.

Ensayo (teatro)

La puerta abierta. Reflexiones sobre la actuación y el teatro, Peter Brook, Trad. de Gemma Moral Bartolomé, Versión de Lucinda Gutiérrez, Introducción Héctor Mendoza, col. El apuntador, Ediciones El Milagro/Conaculta, México, 1998, 149 pp.

Narrativa

De noche, bajo el puente de piedra, Leo Perutz, trad. del alemán, Cristina García Ohlrich, col. Para estar en el mundo, Muchnik Editores/Editorial Océano, México, 1998, 195 pp.

Martín Garatuza (Memorias de la Inquisición), Vicente Riva Palacio, José Ortiz Monasterio (coord.), col. Obras escogidas, volumen V, Conaculta/UNAM/Instituto Mexiquense de Cultura/Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, México, 1997, 578 pp.

Juego de máscaras, îscar Palacios, CECyTECH/Juan Pablos Editor, México, 1998, 93 pp.

La patografía, çngel Lozada, col. Autores latinoamericanos, Editorial Planeta, México, 1998, 325 pp.

Poesía

Estuario, José Luis Rivas, col. Práctica Mortal, Conaculta, México, 1998, 56 pp.

La Guerra de las Montañas. Antología de Poetas Griegos del Siglo XIX, estudio, selección y traducción Cayetano Cantú, Ediciones el Tucán de Virginia/Conaculta, México, 1998, 204 pp.

Los animales que imaginamos, Luis Chaves, Práctica Mortal/Conaculta, México, 1998, 70 pp.

Nuevo elogio de la locura, Hernán Lavín Cerda, col. Práctica Mortal, Conaculta, México, 1998, 199 pp.

CG-T