La Jornada Semanal, 20 de diciembre de 1998



Tiempo fuera

Fabrizio Mejía Madrid

Un cuento navideño

En ese mismo instante, Levy está abismado viendo a una edecán de jarrones chinos en la sala de compras de una galería. Su esposa, Fanny, está cerca, observándolo. Sabe lo que ocurrió la Navidad pasada entre esa edecán y su marido. Levy es tan descuidado: compró tres jarrones, sólo para impresionar a la vendedora. Por eso Fanny no se sorprende al verlos haciéndose gestos, señas, moviendo los labios. La esposa de Levy se acerca a él por detrás. Lleva un jarrón chino entre las manos. Lo balancea. Por el repentino desinterés de la edecán, Levy nota que su mujer debe andar cerca. La busca con los ojos, pero nada. Adivina que está de espaldas a él. Cuando Levy voltea, se topa de frente con un jarrón que vuela directamente a su cara. Tiene una reacción defensiva (agacharse) y el jarrón va a dar, con toda su antigüedad, contra el suelo. Se hace añicos la Dinastía Ming. Gran alboroto en la sala de compras, llega el gerente, Levy extiende una tarjeta de crédito sin mirar más que a su esposa:

-¿Estás loca, Fanny?

-Quise ver qué tan buenos reflejos tienes.

-Pero, ¿enloqueciste? Ese jarrón me va a costar lo que me habrían costado dos convertibles para mi padre.

-O cuatro edecanes.

-Y, ¿ahora qué?

-Que nos guarden los pedazos del jarrón en una bolsa y vamos por un regalo para tu padre.

Y con el ruido de la despedazada Dinastía Ming, Levy se pregunta si sus coqueteos con la edecán despertaron algún tipo de sospechas en su esposa. En eso va pensando cuando pisa mal el final de las escaleras eléctricas rumbo al estacionamiento. Cae de bruces. Pero, por una reacción inexplicable, prefiere rasparse la nariz a soltar la bolsa con la confitura china dentro y que de su mano crispada cuelga al aire, como si fuera la bandera enlodada de su cantón en una batalla perdida. Levy se ha roto una pierna

* * *

Fanny se enchina por última vez las pestañas con esos aparatos que parecen cascanueces, y baja a conversar con la encargada de reorganizarle el único espacio suyo en toda la casa: el invernadero. En cuanto entra al recibidor, Fanny siente una especie de violencia en la parte trasera de la cabeza: la remodeladora está urgando en una de sus violetas africanas.

-Discúlpeme por la espera, madame Walras -casi grita Fanny.

-No hay cuidado, señora Levy. Veo que tiene este lindo espacio lleno de violetas hermosísimas.

-Sí, así es.

-Las violetas han pasado de moda hace muchos años. Si me permite, le recomendaré a alguien para que se las cambie por hermosísimos cactus del desierto mexicano, los más hermosos; tienen ahora mucha demanda en casas tan hermosas como la suya, señora Levy.

-Sí, hágalo -alcanza a decir Fanny, pero siente unas tentadoras inclinaciones a tomar la cabeza de madame Walras y sumergirla en una de las macetas recién regadas.

-Bien. Ahora lo que nos trae hasta aquí -dice afectadamente la organizadora profesional, que lleva un fleco cursilón y dos pequeñas coletas infantiles, a sus cuarenta años.

Fanny imagina una raqueta de tenis estrellándose una y otra vez en su frente, despeinando aquel flequillo ridículo.

-Sí, mire, madame, he pensado que, como no es propiamente un invernadero, sino un jardín interior techado, lo mejor será cambiar el tragaluz por un domo.

-No, de ninguna manera -estalla madame Walras-, lo que parece elegante, no lo es tanto.

-No estoy tratando de parecer elegante. Es simplemente lo que creo más conveniente. No soy una ingenua con un marido rico, madame Walras. Yo misma, antes de casarme, he sido vendedora.

-Pues, si piensa que sólo quiero venderle, que tenga usted muy buenos días, señora Levy.

-Está bien -accede Fanny con un nudo en la garganta-, no sé por qué pensé que necesitaba de sus servicios.

Fanny sale apresuradamente del recibidor y se encierra en un baño para morder una toalla.

Segundos después, se ha dislocado la mandíbula.

* * *

Los Levy pasaron la Navidad convaleciendo en la misma recámara. Levy cenó sin poder convidarle nada a su esposa, y ella, por su parte, puso un disco y bailó sola por ahí. A las doce de la noche se quedaron dormidos con la televisíón encendida.

Minutos después, uno abrazó al otro.