La Jornada Semanal, 20 de diciembre de 1998
El trabajo periodístico en cualquier medio es, desde tiempo atrás, objeto de escrutinio público. En esta columna hemos discutidoÊmucho la actitud asumida en noticieros radiales y televisivos para la difusión de la información por su enorme afición a la desmesura, el protagonismo y, también, ¿por qué no?, a la servidumbre. Esto mismo ocurre en otros ámbitos, donde al amparo del entretenimiento, cadenas de radio y emporios de televisión muestran una arrogancia que no conoce límites. Basta con señalar el fenómeno del Teletón, trasmitido entre el 4 y el 5 de diciembre por la hermandad de las empresas de comunicación electrónica en México, para observar cómo lo que se presenta como un acto de asistencia social, donde los medios median entre la sociedad y los necesitados, poco a poco, a lo largo de las horas, va cobrando los rasgos de un acto político con la participación entusiasta del presidente de la República, los gobernadores de los estados y otros burócratas menos agraciados. Mientras tanto, los propios medios se embelesan con su propia caridad y Ferriz de Con, junto a Lucerito, hacen las loas de lo bueno que son los medios de comunicación cuando se unen en pos de una labor altruista. ¿Hemos de suponer, entonces, que no lo son cuando su labor es otra?
Pero mientras radio y televisión viven en nuestro país y en muchos otros esta especie de idilio narcisista sobre el que no parece hacer mella ni la competencia, ni la crisis económica, ni la crítica, en otras latitudes, y particularmente en Europa, la prensa ha comenzado a sentirse amenazada por la presencia de Internet y su capacidad de difundir información.
En algunas entrevistas recientes, Jesús de Polanco, fundador del periódico El País de España, y el editor de Le Monde advierten la necesidad de establecer una ética para Internet que tienda a garantizar estándares de calidad a la información que ahí se difunde. El temor radica en que mientras la prensa escrita, sobre todo, hace tiempo que ha comenzado a establecer principios éticos a su labor, a través de códigos morales e instituciones como los defensores del lector, en Internet cualquiera pueda difundir la información que se le dé la gana, sin necesidad de contrastes, seriedad o valor agregado de cualquier tipo. Como ejemplo se cita la difusión del Informe Starr respecto a las andanzas de Clinton en el despacho Oval en Internet, que ``obligó'' a muchos medios a publicar íntegro, o al menos a hacer mención de los episodios más escandalosos del informe, en contra de la moral, la mojigatería o la política editorial de cada medio. Es decir, que la efectividad de Internet para la transmisión de la información, sin matices ni medios, parece atentar contra el trabajo serio del periodismo.
Pero lo curioso es que esta amenaza de Internet, que por supuesto envuelve cada vez más también a los otros medios electrónicos, en realidad consiste en cambiar el centro de peso en la información del medio al auditorio. Es muy simple: una cadena televisiva, una estación de radio, un periódico o una revista, decide qué programar o publicar con base en sus políticas editoriales y comerciales. Aquí la decisión de la oferta informativa está en manos de esos medios y ellos se constituyen precisamente en eso, mediadores entre los acontecimientos y el lector. En Internet, en cambio, la oferta de información no procesada deja en manos del receptor la posibilidad de decidir qué hacer con ella: en última instancia, los adolescentes pueden descubrir en el Informe Starr lo que otros encontramos en las novelas de Apolinaire o Sade.
En estricto sentido, esto significa, sólo de manera parcial, porque no creo que Internet vaya a sustituir, al menos de manera inmediata a la prensa escrita, la televisión o la radio, que los centros de poder de la información se dispersan y, por lo tanto, que las empresas de comunicación masiva pierden peso informativo, político y de formación de opinión. Lo cual, ciertamente, a mí no me parece del todo mal.
De hecho, una parte fundamental de la arrogancia que los medios de difusión tienen en México, en particular las cadenas radiales más exitosas y, por supuesto, los dos consorcios televisivos principales, es que concentran el acceso a la información a tal punto, que han llegado a convencerse de que ellos mismos constituyen la única realidad real, o todavía más, el instrumento que otorga realidad a las cosas, como si se tratara de las mismísimas ideas platónicas.
Por ello no me resulta del todo malo que en Internet no haya nadie que defina qué es aquello que puedo leer y cómo he de leerlo, ni qué es lo que necesito ver o escuchar. En fin, un medio que me permita imaginar un Teletón protagonizado por el Tri y no Timbiriche, y conducido por Rita Guerrero de Santa Sabina, en lugar de Lucerito.