La Jornada Semanal, 20 de diciembre de 1998



Poesía

Víctor Sosa

Gonzalo Rojas: una poética de restauración

``La poesía existirá mientras exista el problema de la vida y de la muerte.'' Lo anterior lo decía Darío en los albores del siglo, cuando ya se planteaba en el ambiente literario de la época la interrogante sobre la pertinencia y la posible desaparición de la poesía como forma de expresión artística. Hoy lo sabemos: no era la poesía quien estaba destinada a desaparecer sino cierta forma de poesía -al menos, destinada a transformarse de manera radical. Darío cerraba la insoluble discusión de manera lapidaria: ubicando el sentido último de la poesía fuera del tablero histórico, en un más allá metafísico, ideal. Se entiende; para el nicaragüense -quien fuera el mayor innovador de la forma poética en nuestra lengua- la poesía no era una cuestión de formas sino una cuestión de ideas: ``El clisé verbal -decía- es dañoso porque encierra en sí el clisé mental y, juntos, perpetúan la anquilosis, la inmovilidad.'' Ideas, sí, pero irrigadas por el ardor de la pasión y por ese ``ser sincero es ser potente'' que deja caer en sus ``Cantos de vida y esperanza''. A partir de dicho cuestionamiento Darío movilizó, dinamitó las esclerosadas fortalezas de la lírica castellana y posibilitó -más allá de la olvidable pléyade de imitadores tardíos- aquello que vendría. Y lo que vendría (sin oldivarnos de un poeta mayor de estirpe dariana: Julio Herrera y Reissig, y de otro: José Asunción Silva) se llamó César Vallejo, Vicente Huidobro, Pablo Neruda, Octavio Paz, José Lezama Lima, Oliverio Girondo y -acabando esta injusta por parcial enumeración- Gonzalo Rojas. Se llamó también -si queremos hablar de manera genérica- vanguardias poéticas latinoamericanas.

La mejor poesía moderna latinoamericana proviene de Darío porque lo mejor que nos ha sucedido en poesía en estas tierras, se llama Darío. A diferencia de la radical negación de sus ancestros perpetrada por el futurista Marinetti y, obviamente, por el nihilismo dadaísta, a los vanguardistas latinoamericanos no se les ocurrió negar sus raíces darianas. No se produjo un parricidio poético, tal vez porque la minoría de edad de los latinoamericanos frente a sus primos mayores europeos impedía tal sacrificio. No se mata lo poco que se tiene y menos aún se mata lo que no se tiene -es decir, la inminencia de una tradición. Los poetas de la vanguardia latinoamericana sufren -a total diferencia de los europeos- de una profunda necesidad de tradición. De ahí la mirada retroactiva a cierto indigenismo -como en el modernismo brasileño-, o a cierto amanerado criollismo del habla -como en el ultraísmo argentino. Otros, los más fuertes -como Huidobro- fundan su propia tradición: el creacionismo -que se rige a su vez por una máxima ya enunciada por Darío: ``Y la primera ley, creador: crear.''

Esa nutricia fuente dariana llega a Gonzalo Rojas de forma natural a partir de la creación y de la interpretación de voces. No hay que olvidarlo: Darío fue el gran intérprete de las voces anteriores -aquellas que incluso le llegaron más allá de la preceptiva poética y que fueron recicladas en su discurso. La hibridación que se da en la lírica latinoamericana actual allí vive su comienzo. Rojas, en ese sentido, es un poeta de ideas más que de formas, pero de ideas candentes y encarnadas en el ejercicio del decir. Digo decir y digo bien: Rojas dice lo que piensa -escribe a partir de un fisiólogico impulso respiratorio, desde un principio oral de la palabra- y piensa lo que siente: hay un pensar-sintiendo pessoano que lo vincula con la gran pasión de los románticos donde forma y sustancia se homologan. De ahí el diálogo con los otros a partir de un sustancial reconocimiento, como sucede en el poema ``Concierto'':

Entre todos escribieron el Libro, Rimbaud
pintó el zumbido de las vocales, ¡ninguno
supo lo que el Cristo
dibujó esa vez en la arena!, Lautréamont
aulló largo, Kafka
ardió como una pira con sus papeles: -Lo
que es del fuego al fuego; Vallejo
no murió, el barranco
estaba lleno de él como el Tao
lleno de luciérnagas; otros
fueron invisibles; Shakespeare
montó el espectáculo con diez mil
mariposas; el que pasó ahora por el jardín hablando
solo, ése era Pound discutiendo un ideograma
con los ángeles, Chaplin
filmando a Nietzsche; de España
vino con noche oscura San Juan
por el éter, Goya,
Picasso
vestido de payaso, Kavafis
de Alejandría; otros durmieron
como Heráclito echados al sol roncando
desde las raíces, Sade, Bataille,
Breton mismo, Swedenborg, Artaud,
Hölderlin saludaron con
tristeza al público antes
del concierto:
¿qué
hizo ahí Celan sangrando
a esa hora
contra los vidrios?

Enumeración por imantación, por empatía. Rojas se prolonga de manera cuántica, no cronológica, en dichas figuras visibles -``otros fueron invisibles''- que escribieron el Libro de la creación -ése que el propio Rojas ahora continúa. La identificación no se da en el terreno de la mímesis formal sino en una suerte de Zeitgeist común, en una hermandad espiritual con las voces aludidas. Pasa con Blake también: ``Y si éste mi cuerpo corporal fuera la trepanación de Blake, ese caballo'', y con Celan que Rojas deja solo al final de ``Concierto'' y que reaparece en esta declaración de identidad: ``Si me preguntan quién es Celan debo decir: yo soy Celan.''

Rojas se autodefine como un ``poeta de rescate'' y esto merece algunas consideraciones. Si los poetas de vanguardia apostaron todo al culto de la novedad, asumiendo la inclemente fuga hacia el futuro que la época imponía; ahora, agotado el impulso creacionista y el candor mallarmeano de una obra que rivalice con el universo, el poeta puede volver a mirar hacia atrás sin sentimiento de culpa pasadista. Esta actitud de restauración es la que asume Rojas después de su efímera participación en el grupo Mandrágora y a partir de su primer libro -La miseria del hombre- publicado en 1948. Rojas abandona la competencia para plantar su residencia en la paciencia. Desde ahí rescata y restaura. Redescubre el asombro en sus mayores; entabla trato equitativo a partir de la admiración. De dicha actitud y de tales pacientes elecciones se desprende su poética que es, también, una ética y una encendida erótica del ser.

En esa conjunción, la mujer ocupa la mayor atención de Rojas. Algoritmo de Dios, del Uno que se busca desde la fragmentada existencia del exilio, la mujer es cuerpo del deseo imposible: trascendencia del cuerpo:

¿O todo es un gran juego, Dios mío, y no hay mujer
ni hay hombre sino un solo cuerpo: el tuyo,
repartido en estrellas de hermosura, en partículas fugaces
de eternidad visible?

Me muero en esto, oh, Dios, en esta guerra
de ir y venir entre ellas por las calles, de no poder amar
trescientas a la vez, porque estoy condenado siempre a una,
a esa una, a esa única que me diste en el viejo paraíso.

Se desprende un erotismo místico -a veces sanjuanino- cuando Rojas aborda el tema de la mujer. Pero esa mística no es químicamene pura -no disuelve el objeto de deseo en la final iluminación-, por el contrario, Rojas se solaza en la lascivia, en la profana profusión de la carne de una ``putidoncella'' californiana: ``con un desdén/ un hartazgo de todo, altos/ los pezones que manaron nieve, airosa/ la nuca, esos muslos/ largos como acordes/ lascivos./ Hablo/ de una que ví corriendo volando pagana/ de su hermosura hoy en/ San Francisco.'' Y de allí salta a Cádiz para hacer el amor con una prostituta fenicia cuidadora del Templo, o se detiene ante una escena de amor lésbico: ``Bésense en la boca, lésbicas/ baudelerianas, árdanse, aliméntense/ o no por el tacto rubio de los pelos, largo/ a largo el hueso gozoso, vívanse/ la una a la otra en la sábana/ perversa.''

La relampagueante vitalidad de Rojas no comulga con la contención epigramática, comulga con una sintaxis entrecortada, intermitente, espasmódica: ``Un aire, un aire, un aire,/ un aire,/ un aire nuevo:/ no para respirarlo/ sino para vivirlo.'' Sintáxis silábica, sonora, que a veces se entrega a intensos encabalgamientos de versos y de pronto se corta, se coagula es un decir tortuoso: ``El peligro está en la sí-/ laba de la que sale sangre su-/ cia a medio coagular por descui-/ do''. La poesía para Rojas es atención de la inminencia, es un estado de alerta, no del intelecto sino del espíritu, y el poeta falla cuando descuida el oído: ``lo que nos pasa/ es que no tenemos talento, a lo sumo/ oímos voces, eso es lo que oímos:un/ centelleo, un parpadeo, y ahí mismo voces''. El poeta es un ente de inspiración mediúmnica; no inventa la palabra -no es un pequeño dios, como quería Huidobro-, escucha, oye voces y transcribe aquello que llega del misterioso Origen. De ahí el asombro, la revelación del asombro: oír. Dejárse oír en el silencio. Esta actitud presupone un alto grado de humildad que es sinónimo de sabiduría. Rojas nos recuerda a Lao Tsé, o a Wittgenstein, cuando dice: ``De lo que no se puede hablar más vale callarse'', señala la zona de lo innominado que reposa más allá del lenguaje, del zumbido anterior al sentido; pero el chileno no se calla, hurga en la casa del ser: ``De eso busco entre estos altos anaqueles toda la noche, de/ lo que no se puede hablar, de eso busco/olfateando polvo y polvo a riesgo de ir a dar al hueco/ del desequilibrio, vagabundo y/ penitente, de eso busco en vano/parado en esta silla: ¿qué hago aquí/parado en esta silla?'' Autoparodia del ansioso buscador nocturno. Rojas ríe de sí, ríe irónico de la posible locura o de la caída metafísica (en ``el hueco del desequilibrio'') o física (``parado en esta silla''). La trascendencia pierde gravedad y se atenúa en la ironía, pero no se invalida con ésta. La ironía es la corona -tal vez de espinas- del poeta conciente de sus limitaciones, pero también de sus hallazgos. Rojas nunca diría, como Parra: ``la vida no tiene sentido''. Busca, y sabe buscar porque sabe que la búsqueda tiene sentido.

Poeta de rescate o poeta -como prefiero llamarlo- de restauración, Rojas traza una ambivalente línea de continuidad y de ruptura con las poéticas de vanguardia. Continuidad, en la medida de la innovación prosódica -no imantado por los infaustos retornos formales posmodernos-; ruptura, en la media de la relación que establece con las tradiciones que la vanguardia desestimó -sobre todo la fundada por el romanticismo alemán y su concepción de lo sublime. Gonzalo Rojas -desde este presente latinoamericano- viene a subsanar el hiato histórico entre tradición y vanguardia y a proponer una personal y, por qué no, ecuménica y transpersonal summa poética.