Siendo yo pasante de derecho, hace ya demasiados lustros, conocí al ex gobernador de Yucatán, Florencio Palomo Valencia, hombre entonces ya viejo, amigo de charlar con quien estuviera a la mano. Entre las cosas que recuerdo de sus amenas conversaciones está una afirmación que repetía machaconamente. ``En mis tiempos --decía-- nos jugábamos la vida disintiendo, lo hacíamos, y hoy que nomás se juegan la chamba no lo hacen''.
Me vino a la mente el recuerdo del dicho de Palomo Valencia (pronunciado casi siempre frente a una copa de coñac) con motivo de la manifestación de miembros del Ejército solicitando un ombudsman militar y la supresión del fuero de guerra, entre otras cosas.
Como lo dijo ya en La Jornada Julio Hernández López, esta manifestación fue una verdadera sacudida a las fuerzas armadas. Lo confirman las reacciones al respecto, la discusión que se va dando lentamente, por lo inusitado de la acción y por lo poco claro de las motivaciones de unos y otros en el debate y por la sensación de que hay mar de fondo en el asunto.
Lo que a mí me interesa es el acto mismo, el desplante de valor civil que en este caso se mezcla con el valor militar.
Las causas por las que los militares se exponen a las duras críticas y eventualmente a las represalias de sus superiores parecen justas; es natural que soliciten un visitador especial de la Comisión Nacional de Derechos Humanos para asuntos relacionados con las fuerzas armadas, por dos razones clarísimas. Una: los soldados son personas y, por tanto, sujetos activos de las garantías individuales, que según el artículo primero constitucional, corresponden a ``todo individuo''. Dos: las autoridades castrenses, como el resto de las autoridades, como toda autoridad en el mundo, pueden caer en la tentación de violar garantías individuales y de hecho lo hacen. Integrantes del Ejército y la Armada lo comentan, si no públicamente, sí con frecuencia en privado.
Sean las que sean las causas de protesta de los militares, lo que no se puede perder de vista es que ahora con más razón deben ser protegidos ante el descontento manifiesto de sus jefes; por otra parte, no estaría de más poner en el tapete del debate público los temas que ellos tratan.
La revolución de Ayutla, la que desembocó en la Constitución de 1857 y en el caudillismo juarista, se levantó contra los fueros de los clérigos y de los militares. No es algo intocable que, al menos, se pueda analizar si es conveniente o no mantener el fuero de guerra en tiempos de paz y sí sería positivo establecer mecanismos jurídicos para que, salvando la disciplina que le es connatural, el sector de mexicanos que forman parte de las fuerzas armadas pueda defender sus derechos humanos.
Por último, una reflexión sobre la falta de autocrítica de las autoridades: en lugar de preguntarse el porqué de la manifestación, en lugar de tratar de indagar las causas profundas de un acto tan inesperado, simplemente regañan, critican y amenazan; lo mejor sería tratar de comprender y, si es posible, remediar las causas en lugar de reprimir los efectos.