Se congregó ayer en Acteal una memoria multitudinaria
Jaime Avilés, enviado, Acteal, Chis., 22 de diciembre Ť En recuerdo de los hombres, las mujeres, los niños y los fetos que hace un año fueron bestialmente asesinados aquí; en memoria de cada uno de sus gritos de pánico, en homenaje a cada una de sus múltiples heridas mortales, en tristísima conmemoración de sus lágrimas, unas 10 mil personas se reunieron esta mañana junto al sepulcro de las 45 víctimas en una ceremonia religiosa que se prolongó varias horas. Auxiliados en todo momento por Pablo y Salvador, dos paramilitares que ayudaron a organizar la matanza y que se arrepintieron de sus crímenes, que aceptaron el castigo de la comunidad y que fueron perdonados por los sobrevivientes a los que ahora sirven, los habitantes de Acteal recibieron desde temprano la visita multitudinaria, indignada, combativa y generosa de hombres, mujeres, ancianos y niños venidos de todos los rincones de Chiapas, de casi todos los estados del país y de muchas regiones del mundo.
Durante la misa, encabezada por los obispos ``tatic Samuel (Ruiz) y tatic Raúl (Vera)'' --así llamados frecuentemente--, un grupo de teatro comunitario escenificó una representación de la masacre: mientras auténticos sobrevivientes oraban de rodillas, tal como sucedió en la historia viva, media docena de paramilitares los acribilló por la espalda con rifles de palo que tronaban con cohetes de chispa. Sólo que a diferencia de la historia viva, una vez caídos por los siglos de los siglos, los cuerpos fueron recogidos no por Uriel Jarquín -ex subsecretario de Gobierno de Chiapas, que aún anda suelto-- sino por una bandada de ángeles.
Una burla siniestra
Para mi vergüenza, nunca había estado en Acteal. Así que tardo en comprender que hace un año esto era una aldea de tres jacalones donde no había sino habitantes de las comunidades aledañas, desplazados por la violencia paramilitar. No existía la construcción de ladrillo y cemento que hoy guarda los despojos mortales de Las Abejas como un gran mausoleo donde caben todas las desolaciones del mundo. Tampoco estaban las casuchas que hoy abrigan mejor del frío, pero no del terror ni del hambre, a los indígenas que tratan vanamente de protegerse de la guerra que el régimen sostiene contra ellos.
Orientado por el índice de Ofelia Medina, penetro en una construcción de tablas de pino con techo de lámina de cartón, donde las sombras conservan frescos los olores del espanto. Es un espacio de diez metros de fondo por seis de ancho con piso de tierra cubierto de juncia fresca. La mañana del 22 de diciembre de 1997 aquí rezaban con todo fervor Las Abejas, implorando que nunca llegaran sus verdugos. Todos, excepto los bebés y los fetos que iban a ser pasados a cuchillo, todos confiaban en que al verlos así, hincados, inermes, repitiendo plegarias en voz alta y con rosarios y velas en las manos, los paramilitares serían movidos a compasión.
Ahora es ya una leyenda, y pronto será un mito de la cristiandad en estas montañas rebeldes: cuando comenzaron los tiros, Alonso Vázquez Gómez vio caer a su compañera con un proyectil en el pecho. Y entonces se le acercó y le dijo: ``Mujer, levántateÉ Mujer, levántate''. Pero como ella no reaccionaba, ni daba señas de moverse o llorar el bebé que la pobre atesoraba en los brazos, Alonso exclamó al cielo: ``Perdónalos, Señor, que no saben lo que hacen''. Dicho lo cual murió, él también, con dos perforaciones de plomo en el cráneo.
Esta mañana de un año después, mientras el sol pasa a través de los 25 orificios de bala abiertos en las láminas negras del techo, las palabras de Jorge Madrazo, procurador de ``justicia'' de la República, resuenan estruendosamente como una burla siniestra: ``Los hechos se debieron, en gran medida, a la ausencia de las instituciones del Estado''.
A sólo 200 metros de la ermita -en línea recta, más allá de la barranca por la que Jarquín y sus matarifes arrojaron los cuerpos-- hay una antena de radio de 15 metros de altura, una escuela primaria pintada de café con leche, y una carretera federal. ¿Ausencia del Estado? Hace un año, justamente debajo de esa antena, a la orilla de la carretera y a la sombra de la escuela, había un destacamento de la policía de Seguridad Pública -cuarenta efectivos armados y uniformados, dos comandantes de tropa y un general-- protegiendo a los paramilitares que iniciaron el ataque a las diez y media de la mañana y se hartaron de mutilar a sus víctimas a las cinco de la tarde.
¿Qué significan los mocasines?
Dentro de la ermita hay varias ofrendas para los muertos que ni todas las esencias de Arabia borrarán jamás del libro negro de este sexenio: un paliacate zapatista, extendido en el piso, contiene dos puñados de cigarros sin filtro; muy cerca hay una taza de café, un plato de frijoles y una bandeja con resina. Todo lo demás es silencio, pero dentro del silencio crepitan las llamas de 27 veladoras de vaso y dos gordos cirios que flamean en el centro de dos grandes charcos de cera blanca y gris.
Encima de una mesa hay una bandeja llena de tierra oscura, adornada con limones, crisantemos, hojas de algo que se parece al verde y jugoso momón de la selva y un alcatraz que duerme su blanca languidez inevitablemente poética. Hasta allí se escuchan las voces de los presentadores, en español y en tzotzil, que anuncian en torno del improvisado altar de la misa: ``Han venido a estar con nosotros representantes de organizaciones católicas de Estados Unidos, Francia, Guatemala, España, Chile, Suiza, Hungría, Rumania, Italia y AlemaniaÉ También están aquí hermanos y hermanas de Villahermosa, Tijuana, Torreón, Monterrey, Guadalajara, Xalapa, Tlaxcala, Puebla y la ciudad de MéxicoÉ Y también nuestros compañeros de San Andrés Larráinzar, Comitán, Ocosingo, Playas de Catazajá, Tuxtla, San Cristóbal, etcétera''.
A cada mención corresponde muchas veces una diana de los varios conjuntos musicales que amenizan la inacabable eucaristía. Enfrente de la tumba colectiva, cuyo techo es el altar, hay un tapanco de láminas de cartón, donde han construido un segundo santuario para los mártires, y es allí donde los grupos musicales indígenas tocan melodías formadas por violines y arpas rústicas de madera gruesa, vigüelas de ocho cuerdas y silbatos de agua, llamados tzul. A la belleza insoportable de esta monotonía del dolor se agregan por momentos las agudas exclamaciones de trompetas que terminan por arrasar los ojos de lágrimas.
En una hondonada, hombres con las piernas desnudas, envueltos en camisas de manta blanca, montan guardia junto a las inmensas cazuelas de peltre, diez en total, medio tapadas con grandes hojas de plátano, en cuyo interior flotan en un caldo espeso y grasoso abundantes porciones de res, porque para la fiesta de hoy, los habitantes de Acteal se las han ingeniado para sacrificar dos toros. A uno de estos custodios de la comida que será devorada al atardecer, alguien le pregunta por qué no lleva sombrero. Y aunque situado bastante lejos del altar, el hombre responde: ``Porque estamos en ceremonia''. ¿Y aquéllos?, dice el curioso, señalando a quienes permanecen al rayo del sol con la cabeza cubierta, a sólo unos pasos del interrogado. ``Esos no están en ceremonia '', afirma.
Desde Acteal, sin forzar la vista, se distingue un caserío que salpica la cima de un cerro a dos kilómetros de distancia. Allá es Pechiquil, de allá salieron los paramilitares el día de la matanza y allá regresaron al caer el sol para bailar y emborracharse por el éxito de su hazaña. Pablo y Salvador, los cómplices de los asesinos que a diferencia de ellos aceptaron el castigo simbólico -tres días de encierro--y el perdón de Las Abejas sobrevivientes, andan por todos los ámbitos de la fiesta con sus anteojos negros, sus pantalones caros, sus dientes de plata y sus camisas bien planchadas.
``Look! Guarda! Attention, mon amour! ¡Joder, macho, mira eso!'', alertan de pronto las voces de los extranjeros. Y en el aire, más arriba de los altos mástiles de pino que sostienen las banderas de México, de Brasil, de la paz y del Movimiento de los Sin Tierra, aparece, ensordeciendo el cielo, un rampante helicóptero del Ejército. La guerra sigue.
En el altar, antes de la comunión que será distribuida por los niños sobrevivientes, una mujer explica en inglés, sosteniendo en la mano un par de zapatos: ``Estos mocasines de los indios navajos, que yo traigo de regalo, son un mensaje de esperanza. Los mocasines significan la posibilidad de seguir moviéndose para adelante. Y este regalo quiere decir que los indios de Estados Unidos están con ustedes, hermanas y hermanos''.