Yvon Le Bot
Homenaje a Chiapas*
La insurrección en Chiapas es una rebelión contra el olvido, una ``guerra contra el olvido'', dicen los zapatistas. La imagen más representativa de esto es la de esta niñita de cinco años, cuyo nacimiento y muerte pasaron inadvertidos fuera de la esfera de los suyos. ``Paticha (así es como esta pequeña indígena pronunciaba su nombre, Patricia) nunca tuvo acta de nacimiento, es decir, que para el país nunca existió, por lo tanto su muerte tampoco existió''. ``De grande, seré insurgenta'', le decía al subcomandante Marcos, quien no pudo impedir que la niña muriera en sus brazos, víctima de una fiebre fatal.
``Las Paticha que nunca nacen y siempre mueren pululan bajo los cielos de México -escribe Marcos-. Les pregunto si podemos continuar viviendo estas injusticias y hacer como si no existieran, como si nadie hubiera nacido y nadie hubiera muerto''.
Es para que las incontables Paticha tengan el derecho de existir que sus hermanos y hermanos se sublevaron el primero de enero de 1994. Para que sean reconocidos estos otros olvidados, los indígenas de un México que los rechaza o busca asimilarlos y destruir su identidad, un México que quiere hacerlos des-aparecer como indígenas a fin de poder entrar en un primer mundo identificado con el mundo de los blancos.
Una rebelión, por tanto, de los excluidos. Una lucha por el reconocimiento: la noche del primero de enero de 1994 ``supimos que habíamos tenido éxito, en el sentido de que nos habíamos dado a conocer, de que ya existíamos'' (El sueño zapatista, p. 207). Un combate por el respeto y el fin del desprecio. Por una vida digna y no por el poder.
A comienzos de los años noventa, tras la caída del muro de Berlín, después del derrumbe del comunismo y la desarticulación de los movimientos revolucionarios en América Latina, principalmente en América Central, allegados a los zapatistas intentaron disuadirlos de continuar por la vía de la insurrección.
``Están locos, les decían. Ahora están solos, no tienen ninguna oportunidad de tomar el poder, los van a aplastar''. No entendía, dice Tacho, uno de los dirigentes zapatistas, que se puede luchar por otra cosa que el poder. Por la diginidad, por la vida (ibid., p.235).
La idea del sacrificio, del martirio, no estaba ausente en esta lucha que fue el levantamiento. La idea de que hay que arriesgarse a morir para vivir y para que otros puedan vivir con diginidad.
Los combatientes zapatistas esperaban dejar la vida en esta acción desesperada. Con la esperanza de que su sacrificio llamaría la atención de la opinión nacional e internacional sobre la suerte de las comunidades indígenas.
Felizmente, las cosas tomaron otro giro. Principalmente porque una parte de la sociedad civil mexicana, al tiempo que manifestaba su simpatía por los insurgentes, se pronunció contra la continuación del conflicto armado. ``Toda esa gente, que eran miles, decenas de miles, centenas de miles, tal vez millones, no querían alzarse con nosotros, pero tampoco querían que peleáramos, y tampoco querían que nos aniquilaran. Querían que dialogáramos'' (ibid., p. 241). Y también debido a que, por diversas razones, el poder optó a principios del 94 por la negociación antes que por la represión generalizada.
Los zapatistas descubrieron que la sociedad civil no compartía con ellos su lógica de sacrificio. Esto los llevó a reflexionar. ``Nosotros nos preparamos diez años para morirnos. No nos morimos, nos dimos cuenta de que estábamos vivos, y empezamos a improvisar desde el 2 de enero'' (ibid., p. 203).
``Hay que intentar vivir''. Desde entonces, los zapatistas rechazan el engranaje de la violencia. Han multiplicado las iniciativas, los encuentros, los diálogos, las marchas, las cartas y los comunicados. A veces también se han refugiado en el silencio. Un silencio que durante siglos ha sido para los indígenas un arma de resistencia, de la preservación de la memoria y que ahora tiene también otra dimensión, otra calidad. Mientras en el pasado contribuía a mantener a los indígenas al margen, en la exclusión, ahora los propulsa al centro del debate público. Nunca se habló tanto de la cuestión indígena en México como durante el primer semestre del 98, en el llamado periodo del ``silencio zapatista''.
El movimiento zapatista llevó al extremo este cambio de perspectiva ya iniciado por los movimientos indígenas que se desarrollaron desde los años sesenta en toda la América Latina: en los Andes, la Amazonia, en América Central. El pasaje de la sumisión a la emancipación, de la resistencia pasiva a la afirmación de sí mismo, de la aceptación de la dependencia a la acción autónoma, de la reproducción de la tradición a la producción de una identidad inscrita en la modernidad, del racismo interiorizado a la reivindicación, a la vez, de la igualdad y de la diferencia.
1992 cristalizó este vuelco. Mientras los gobiernos y los sectores dirigentes celebraron cinco siglos de dominación colonial y neocolonial, los movimientos indígenas comenzaron a dejar atrás 500 años de conductas defensivas y reactivas y manifestaron, a escala continental, la entrada de un ya iniciado periodo de valorización de la identidad indígena. Es precisamente ese año, el 12 de octubre para ser exactos, que los zapatistas, sin anunciarse aún como tales, hicieron por primera vez irrupción en la escena pública de manera altamente simbólica. Varios miles de representantes de comunidades indígenas desfilaron en San Cristóbal de las Casas, desmontando de paso la estatua del fundador de esta ciudad colonial, símbolo de la opresión. Una marcha pacífica y silenciosa que prefigura y anuncia la insurrección y la toma de la palabra de 1994.
Y es una voz nueva que se hace oír, una voz liberada de estatuas de comendadores, una voz alegre y abrasiva, (o renovadora). Que llama a una memoria liberada de la imagen negativa del indígena, de la vergüenza de sí mismo. Al ofrecimiento de ``perdón'' del gobierno, uno de los primeros comunicados de Marcos responde preguntando al conjunto de la nación: ``¿De qué nos van a perdonar?''.
Una voz que no busca, tampoco, los sollozos del hombre blanco. Que lo libra de su culpabilidad. Culpabilidad y victimización marchan a par. Algunas personas no se interesan por los indígenas si no son presentados como víctimas. Su compasión es la expresión de un sentimiento de culpa. Pero los indígenas de las comunidades zapatistas no consideran a todos los blancos como responsables de los crímenes que los blancos cometieron en su contra, en el pasado y aún en nuestros días. Ellos no claman venganza, no piden expiación alguna.
La masacre de Acteal marcó el retorno, en las esferas de la solidaridad, de viejos demonios como la fascinación por el martirio, la tentación del sufrimiento y de la muerte. Pero los zapatistas se negaron a sucumbir ante ellos, a pesar de Acteal y las provocaciones contra sus municipios autónomos.
Las comunidades indígenas de Chiapas desean que se ponga fin al ciclo de la muerte, de la tragedia, de la fatalidad. Ya basta. Piden que el recuerdo de los muertos alimente la dignidad y la esperanza de los vivos, y no el deseo de venganza. Quieren un mundo donde la memoria permita dejar atrás el pasado, donde el recuerdo enriquezca el presente y el futuro. La ``memoria colectiva, otra manera de nombrar el mañana'', dice Marcos en uno de sus últimos comunicados (4 de noviembre, 98).
P.S.: Este trabajo de memoria, que rechaza una sociedad mercantil sin profundidad y sin proyecto, una sociedad que transforma a las culturas en mercancías y en espectáculos desprovistos de sentido, este trabajo de memoria está hoy en obra, tanto en las comunidades mayas de Chiapas como en sus hermanas comunidades de Guatemala, a las que quisiera asociar a este homenaje.
Al ya basta zapatista le hace eco el informe de la Comisión de la Verdad dirigida por monseñor Gerardi, asesinado en abril pasado, dos días después de la presentación de ese informe. Un trabajo admirable que desgraciadamente no fue mencionado durante el reciente debate generado por el arresto de Pinochet.
También haré mención, para concluir, a un texto elaborado por indígenas de una comunidad maya de Guatemala, una ``oración para recordar a los muertos'', ``un discurso de llamado a las almas'', que actualiza la tradicional enumeración de los ancestros incorporando los muertos y desaparecidos en los recientes años de violencia:
``Vengan ustedes también, almas de aquellos que fueron ejecutados, maniatados o atados a un árbol, de aquellos que fueron desgarrados por armas blancas o acribillados por las balas, de aquellos que fueron sacados de sus hogares, de sus lechos, para ser arrojados en los precipicios y los ríos. Ustedes, las almas de aquellos cuyos días fueron cortados, cuyo nacimiento quedó truncado. Ya están ahí en la bruma, en las nubes. Están entre nosotros, nosotros estamos entre ustedes.''
* Alocución pronunciada en París el primero de diciembre de 1998, en ocasión de la entrega del Premio de la Memoria a las comunidades indígenas en resistencia de Chiapas.