A finales del año 2000 será lanzada al espacio la nave Triana. Se estacionará entre la Tierra y el Sol a una distancia, medida desde las instalaciones de la NASA, de un millón y medio de kilómetros. Ahí comenzará una transmisión permanente que cambiará la historia y las expectativas de muchas personas. Cualquier curioso del futuro con acceso a Internet podrá contemplar en tiempo real, en directo, desde esa distancia incomprensible, la imagen del planeta que lo vio nacer y que muy probablemente lo verá morir. Muy probablemente porque no sería improbable que dentro de poco pueda uno, aunque no sea necesariamente astronauta, morirse, si le da la gana, en un hotel o en un casino que estén (por así decirlo) fincados en el espacio exterior.
El objetivo de Triana es, de entrada, vertiginoso. Si aquel curioso del futuro sentado frente a la pantalla de su computadora, pudiera seleccionar la fracción del planeta donde se encuentra y ampliarla, conseguiría eso que no ha logrado nadie hasta la fecha: verse a sí mismo desde una altura de un millón y medio de kilómetros.
Gracias a esa visión en directo de la Tierra, aquel curioso redimensionará los acontecimientos relevantes de su vida, caerá en la cuenta de que lo que parecía importante no puede serlo tanto si ni siquiera alcanza a verse. Esto, por supuesto, con sus matices, porque luego resulta que lo verdaderamente importante es aquello que no puede verse, no digamos desde aquella cámara de altura inconcebible, sino desde aquí mismo, desde la superficie de la Tierra, a unos cuantos centímetros de distancia. Lo cierto es que en alguna parte, seguramente en la zona del matiz, ese curioso del futuro redimensionará los sucesos de su vida y esto quiere decir tanto, o tan poco, como que modificará su historia y su porvenir.
Julio Cortázar tenía un amigo que le decía que ante cualquier eventualidad, un problema financiero, una ruptura sentimental o una muerte, le bastaba pensar en la grandeza del universo para que esa eventualidad quedara minimizada. Cortázar le respondió a su amigo y aquí entra, precisamente, la zona del matiz: cómo se ve que no es tu amante quien se ha muerto.
Para redimensionar las cosas no tan graves servirá la transmisión permanente de la nave Triana. El amigo de Cortázar no sólo podría pensar en la grandeza del universo, también tendría la posibilidad de contemplarla desde su escritorio.
Esta transmisión por Internet será una de esas experiencias visuales capaces, como ya se dijo al mencionar ``historia'' y ``expectativas'', de cambiar una parte importante de la vida de alguien.
Es de suponer que antes de la llegada de la televisión y del cine, las personas no tenían parámetros para dar un buen beso en la boca, no sabían bien cómo acomodarse ni cuanto tiempo permanecer unidos, ni si moverse para un lado y para el otro o quedarse quietos; a lo mejor, de tan poca promoción, los besos ni eran tan deseables. No sería difícil que las relaciones amorosas hayan cambiado para siempre el día en que apareció el primer beso en una pantalla. Lo curioso es que los besos en el cine son falsos, los actores generalmente no se aman y a lo mejor ni se desean; esos besos son en realidad una mentira. De todas formas la verdad y la mentirá con frecuencia terminan tocándose o transformándose una en la otra. A pesar de su ética cuestionable, el beso en el cine es una de esas experiencias visuales capaces de cambiar una parte importante de la vida de alguien.
Triana costará 75 millones de dólares y se llamará así en honor de Rodrigo de Triana, el primer marinero que avistó América en 1492. Nunca se imaginó aquel hombre que su vista poderosa, acostumbrada a desentrañar la tierra firme de las brumas y el espejismo, tendría esa continuidad siniestra: la del ojo que descubre la mitad del mundo y más de 500 años después recibe la encomienda de vigilar al mundo entero.