El desalojo de las manifestantes de Mujeres por México, apostadas frente a las instalaciones de Teléfonos de México en la ciudad de Chihuahua, realizado por elementos de la Procuraduría General de la República a principios de diciembre, con la aprehensión de 32 de ellas bajo el argumento que tenían una ``orden de presentación'', ha puesto en primer plano asuntos trascendentales para la vida pública.
Sin orden de aprehensión, sin conocimiento de las autoridades estatales, al parecer sin órdenes de sus superiores, sin avisos de presentación previos y acompañados de funcionarios de la empresa telefónica, los judiciales federales actuaron como auténticos guardias blancas de la empresa prototipo de las privatizaciones del selenio salmista.
No fue lo único preocupan del desalojo: cuando dirigentes y miembros de varias ONU se presentaron a las oficinas de la PAR a exigir la liberación de las manifestantes, diputadas y reporteros fueron agredidos por los judiciales federales.
Fórmula explosiva: militares habilitados como policías federales actuando como elementos de seguridad de Teléfonos de México, enfrentados a usuarios que protestaban por las tarifas del servicio otorgado por el monopolio que actúa en condiciones de auténtico privilegio.
Las acciones realizadas constituyen el último de los lamentables capítulos protagonizados por personal de la PAR en Chihuahua, en donde se inició el experimento de sustituir a la policía judicial federal por elementos del Ejército. Superados por el crimen organizado, incapaces para tratar adecuadamente a los civiles, y sus manifestaciones, y autoritarios por norma, los militares han cumplido una deficiente labor al enfrentar a la delincuencia organizada y al narcotráfico.
No sólo no contribuyeron a disminuir la ola delictiva, varios de sus integrantes, miembros de los equipos de hélice para combatir el secuestro de personas, se convirtieron en secuestradores. No fueron pocas las voces que denunciaron el involucra miento de estos elementos policiacos en algunas de las masacres acaecidas durante 1997 y 1998 y en los ``levantamientos'', como se les denominó eufemísticamente a los secuestros de personas ligadas a actividades delictivas. Sin mencionar su nula participación en el esclarecimiento de las muertas de Juárez.
Pero la actuación de los militares como policías no había enfrentado a grupos organizados de la sociedad y ese fue su error. Al desalojar a las integrantes de Mujeres por México concitaron el repudio unánime de la sociedad.
No debe haber concesiones en la exigencia de preservar el Estado de Derecho y demandar que el Ejército Mexicano asuma, estrictamente, las funciones para él preservadas constitucionalmente. Usar a los milites para combatir a la delincuencia organizada y a los narcotraficantes, bajo la ``chicanada'' de que tienen ``licencia militar'', sólo les acarrea desprestigio y socava peligrosamente la disciplina de un organismo de crecimiento tanto reciente, como inusitado.
La discusión sobre el papel del Ejército en el proceso de transición por el que pasa el país, forma parte de la agenda de todas fuerzas políticas y sociales. Nada explica que una nación de tan arraigada tradición pacifista y sin graves conflictos bélicos internos, se haya convertido en líder latinoamericano en la compra de armamento y cuente con tan elevado número de efectivos militares.
Y mucho menos se justifica que amplias regiones del país se encuentren en un acelerado proceso de militarización, que abarca no sólo las zonas del sur del país en las que se presume la existencia de grupos guerrilleros, sino también la mayor parte de las carreteras y numerosísimos poblados de las sierras.
Tal vez ya sea hora de poner en marcha, como lo propone el general Francisco Gallardo, a la Guardia Nacional. Por lo pronto, los militares encabezados por Hildegardo Bacilio ya pusieron su grano de arena en la que puede ser una de las discusiones más importantes de la sociedad mexicana de fin de siglo.
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