Durante largo tiempo, la Orquesta Filarmónica de la Ciudad de México fue víctima de rapiña, abandono, deterioro y manipulación por parte de aquellos que, en lugar de dedicarse a la promoción de la música, prefirieron dedicarse a la promoción de sus propias carreras políticas. Sólo el alto nivel de la mayoría de sus integrantes impidió que la OFCM se fuera totalmente por la borda pero, como lo comenté en este mismo espacio hace algunas semanas, la orquesta sufrió un prolongado vacío de rumbo y de mando, durante el cual la dispersión y el desorden fueron las características fundamentales de su escasa y esporádica actividad. La buena noticia es que la OFCM parece haber enderezado el rumbo y estar en una etapa de consolidación que, de manejarse con inteligencia, puede llevar de nuevo a este conjunto al primer nivel del que gozó en otros tiempos. El nombramiento de Jorge Mester como director artístico de la orquesta y la planeación inmediata de las dos primeras temporadas de conciertos bajo su tutela han tenido como resultado una saludable vuelta a la continuidad y a la estabilidad, lo que se ha reflejado también en el nivel interpretativo de la OFCM. Para muestra, lo escuchado en dos de los conciertos de la temporada que recién terminó.
En el primero de ellos, la orquesta fue dirigida por Eduardo Diazmuñoz, cuyos primeros destellos de auténtica madurez aparecieron precisamente cuando era director asistente de la OFCM. Diazmuñoz dirigió con la disciplina rítmica que le es característica una composición suya, titulada simplemente Danza. Obra de padres bien conocidos y asumidos (Stravinski, Bartók, Revueltas, los impresionistas), esta Danza es una buena muestra del buen oído para las sonoridades y el colmillo orquestal adquiridos por el compositor Diazmuñoz a través de la práctica continua de Diazmuñoz el director. Después, el Segundo concierto para piano de Chopin, con Joaquín Achúcarro como solista. Un Chopin romántico, pero no amanerado, con pasión pero sin almíbar, surgió de la colaboración cercana entre director y pianista. La OFCM acompañó con prestancia, logrando con su compacto sonido paliar algunas de las evidentes deficiencias en la orquestación de la obra. Para concluir, una atlética versión de la Primera sinfonía de Bohuslav Martinu, en la que el director transitó con solvencia por las complejidades rítmicas y estructurales de esta singular partitura.
El segundo de los conciertos aludidos, dirigido por Jorge Mester, tuvo como punto focal una muy bella versión de las conmovedoras Cuatro últimas canciones de Strauss, con la soprano Camellia Johnson. Además del sólido trabajo de acompañamiento que Mester hizo con la orquesta, la versión tuvo como virtud central el hecho de que Camellia Johnson tiene el color vocal ideal para cantar estos lieder crepusculares, y lo aprovechó al máximo tanto en lo técnico como en lo expresivo. El spiritual que cantó la soprano fuera de programa resultó una delicia de pasión y estilo. El director artístico de la OFCM redondeó su programa con la oscura, a veces impenetrable Sexta sinfonía de Prokofiev. En esta compleja obra, la orquesta dio muestra de que, una vez recuperada la disciplina y la continuidad, es capaz de producir de nuevo las texturas y densidades que en otros tiempos le dieron justo prestigio. Por lo escuchado en estos dos conciertos, parece evidente que la Orquesta Filarmónica de la Ciudad de México es una orquesta en ascenso, lo cual no puede resultar sino benéfico en estos azarosos momentos en que nuestras orquestas no las traen todas consigo.
Es pertinente mencionar, sin embargo, que las pugnas internas que se dieron durante el período en que la OFCM estuvo acéfala no han sido resueltas, y que todavía hay mucha grilla entre diversas facciones de músicos. En la medida en que esto se resuelva y se aclaren los líos administrativos dejados por pasadas administraciones, la Filarmónica de la Ciudad de México no tendrá hacia dónde ir sino hacia arriba. Ojalá que las autoridades culturales del DDF valoren la calidad de este poderoso instrumento musical y no caigan en la tentación (ya exhibida en otros ámbitos) de asignarle a la OFCM tareas populacheras en las que las consideraciones sociales bien intencionadas vayan en contra de las necesidades estrictamente musicales.