La Jornada 26 de diciembre de 1998

MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco

Volver con mamá

Cuando estaba a punto de llegar al restaurante metí la mano en mi bolsa y acaricié la esclava de plata con mi nombre grabado. Entonces me di cuenta de algo absurdo: tendría que esforzarme mucho para reconocer entre los comensales a mi madre. Nos habíamos visto apenas una semana antes y de sus facciones quedaban sólo leves trazos en mi memoria.

Le dije al mesero: ``Busco a una señora sola''. Cuando distinguí a mi madre y dudé acerca de la forma en que debería saludarla, lamenté no atesorar en la memoria uno de esos consejos que las abuelas heredan a sus nietos para que lo utilicen como salvoconducto en situaciones difíciles. Aunque viéndolo bien, ¿qué abuela habría podido idear la frase mágica para que una hija se sintiera menos incómoda ante la perspectiva de encontrarse a solas con una desconocida que es su madre?

Reconocerlo me avergonzó y me devolvió a lo que me decía Mamá Goyita cuando, de niña, me encontraba a punto de sucumbir bajo la implacable lógica de las matemáticas: ``No entiendes los números porque en realidad no lo deseas. Lo que se quiere, se puede''. Para convencerme de que yo quería ser feliz repetí mentalmente lo que Mamá Goyita me dijo cuando mi madre apareció en la Aldea de Infantes: ``Acuérdate de las muchas Navidades que te pasaste anhelando su presencia y diciéndome que te conformarías con verla tan siquiera una vez. Juntas le pedimos ese milagro a Dios. Al fin te lo hizo. Tienes que aceptar este regalo de nuestro Señor y agradecérselo con toda tu alma. ¿Lo harás?'' Contesté que sí, aun cuando sabía que mis pensamientos iban en sentido contrario.

Admitirlo cuando estaba a punto de reunirme con mi madre me hizo temer la venganza divina. ``Lo que se quiere, se puede'', murmuré, y me presioné para sentirme la feliz destinataria de un milagro. Fue inútil: no sentí ningún estremecimiento cuando mi madre me tendió los brazos. Luego se apresuró a decirme entre lágrimas lo mucho que significaba para ella ese momento y el horror en que se había convertido su existencia desde la hora en que desaparecí. Me sorprendió no compartir sus emociones. Mi corazón siguió latiendo a su ritmo habitual.

``Eres idéntica a mí cuando tenía tu edad'', dijo mi madre y me puso la mano en el hombro. Me aparté cohibida. Ella fingió no darse cuenta y tomó el menú para ocultar su desconcierto: ``¿Tienes hambre?'' Permanecí en silencio porque ignoraba en qué términos debía contestarle. ``Aquí hacen riquísimo el bacalao. ¿Te gusta?'' Por la forma en que me miró comprendí que ella estaba pensando lo mismo que yo: ni siquiera conocíamos nuestros gustos y sin embargo éramos madre e hija.

Luego me hizo otra pregunta que, lejos de tender un puente, acrecentó la distancia entre nosotras: ``Cuéntame: ¿cómo te dicen de cariño tus amigos?'' Se lo dije y aprovechó para sugerirme que mientras nos acostumbrábamos a nuestra situación, la llamara por su nombre: Aurea.

II

Mamá Goyita me había revelado el nombre de mi madre después de que ella la llamó por teléfono y le pidió una cita para acreditar su maternidad biológica y explicarle, antes de entrevistarse conmigo, el origen de nuestra separación.

A reserva de que Aurea lo hiciera cuando nos encontráramos, Mamá Goyita me resumió la parte ignorada de mi vida: ``Ibas a cumplir tres años cuando ella te llevó a Chalma. Mientras se confesaba, te dejó sentadita en una banca. Luego no te encontró. Me dijo que yo no podía imaginar la angustia en que había vivido durante todo el tiempo en que te buscó. Ya se había resignado a la pérdida cuando hace una semana, en la antesala del consultorio donde trabaja, una mujer le contó a otra que un mes de diciembre, 19 años atrás, había encontrado a una niñita perdida en Chalma. En vista de que nadie la reclamaba y siguiendo el consejo de un sacerdote, vino a depositarla a la Aldea de Infantes. ¿Puedes imaginarte la sorpresa y la dicha de tu madre en aquel momento?''

En el tono de Mamá Goyita advertí verdadero asombro pero yo, en vez de compartirlo, sentí rencor hacia ella y lo expresé en mi pregunta: ``¿Te daría lo mismo si me fuera a vivir a otra casa?'' Sus ojos se llenaron de lágrimas, me llamó ``tontita'' y me explicó que la madre sustituta contrae la obligación de ceder sus derechos a los padres biológicos en caso de que éstos los reclamen. Luego agregó lo que en el fondo esperaba oír: ``Sabes cuánto te quiero y por eso mismo no voy a oponerme a tu felicidad. Además, mi niña linda, acuérdate de que los hijos siempre se van. Esa es la ley''.

Sonriendo para ocultar el llanto, me mostró la carta que Moisés le había enviado desde Mazatlán. Las dos lo extrañábamos. Esta iba a ser la primera Navidad que pasaríamos sin mi hermano: Preferí no pensar más en eso y le pedí a Mamá Goyita que me describiera otra vez mi llegada a la Aldea de Infantes.

Ella me complació: ``Era domingo. Estábamos tu hermano Moisés y yo arreglando las plantas cuando el director me mandó llamar a su oficina. Allí lo encontré con la familia que te trajo. No querías hablar con nadie, sólo llorabas. Dejaste de hacerlo cuando me hinqué frente a ti y te dije que te iba a contar el cuento de Almendrita. Desde entonces te llamé Almendrita, aunque vi tu nombre grabado en la esclava que traías en la muñeca derecha''.

Siempre que terminaba el relato, Mamá Goyita aludía otros capítulos de mi vida. Esta vez se levantó y fue a su cuarto. Al volver me entregó la esclava de plata con mi nombre grabado: ``De ahora en adelante tú tendrás que guardarla''. Al recibir la joya sentí como si estuviera a punto de abordar un tren que iba a llevarme lejos de Mamá Goyita. La sensación se hizo más profunda cuando me informó que esa misma noche nos reuniríamos con mi madre.

El encuentro fue breve. Estuvo lleno de lágrimas, silencios, momentos incómodos. El peor fue cuando me enseñó mi acta de nacimiento. La sensación de dicha que tuve al ver que mi madre empezaba a despedirse desapareció cuando me dijo: ``Quiero que comamos juntas el día 25. Conozco un restaurante muy bueno y muy tranquilo donde podremos conversar. Tenemos muchas cosas que decirnos''.

III

Por más esfuerzos que hago no logro acordarme de lo que mi madre y yo conversamos aquel día. A cada momento imaginaba a Mamá Goyita arreglando sus plantas o leyendo la última carta de Moisés: llevaba dos años de casado y vivía en Mazatlán. Aquella Navidad no pudo cumplir la promesa de visitarnos y Mamá Goyita y yo la celebramos solas. Ni una sola vez nos referimos al posible cambio en nuestras vidas. El primero implicaba renunciar a nuestros proyectos para Navidad: ir a la Basílica, comer en un viejo restaurante del Centro y asistir a la función del circo. Aún conservo la foto que nos tomaron a Moisés y a mí la primera vez que Mamá Goyita nos llevó al Atayde.

Hacia el final de la comida, Aurea me dijo que fuera pensando en la posibilidad de vivir con ella. No contesté. Mi silencio la desconcertó y en seguida pidió la cuenta. Insistí en que me permitiera pagarla pero ella se molestó y, mientras verificaba la nota, le explicó al mesero: ``Yo la invité. Soy su madre y tiene que obedecerme''. Después se dirigió al tocador: ``Es tarde. Debemos irnos''.

Por primera vez estuvo de acuerdo con ella: en efecto, en efecto, era demasiado tarde para nosotras. Otra vez imaginé a Mamá Goyita. Su recuerdo y el deseo de abrazarla se confundieron en un sentimiento irrefrenable. Saqué de mi bolsa la esclava con mi nombre grabado, la oculté bajo la servilleta de mi madre y salí del restaurante.

Aurea entendió el mensaje y nunca volvió a buscarme. Mamá Goyita murió en mis brazos. Visito su tumba todos los 25 de diciembre. Converso con ella como sólo pueden hacerlo madre e hija.