La Jornada Semanal, 27 de diciembre de 1998



Arturo Azuela

Agustín Yáñez y Porrúa

Arturo Azuela nos habla en este texto memorioso de los avatares sufridos por una de nuestras novelas fundamentales, Al filo del agua de Agustín Yáñez. Deja testimonio, además, de la generosidad de José Antonio Pérez Porrúa, editor de la antigua y heroica escuela que sacrificó su interés personal para difundir más ampliamente la obra del maestro jalisciense.

Estoy ni más ni menos que en el corazón del Centro Histórico de la ciudad de México y me dirijo a la Librería Porrúa, más allá del Museo del Templo Mayor, más allá de los últimos grandes descubrimientos arqueológicos. Recuerdo mis tiempos en el Colegio de San Ildefonso y mis afanes de profesor universitario. Casi cuarenta años no son para menos. Aquí está el México de siempre, desde la antigua Tenochtitlán hasta los recintos donde se llevan a cabo las más sutiles y siniestras jugadas de nuestro sistema político. Todavía no es mediodía y sale gente de las bocas del metro, camina por los portales, pide trabajo en el atrio de la Catedral.

Traigo un objetivo sustancial: convencer al editor José Antonio Pérez Porrúa para que nos otorgue los derechos de Al filo del agua -la gran novela de Yáñez- y se publique en la Colección Archivos de la Unesco. Traigo una misión ajena a mi voluntad, pero ¡qué le vamos a hacer!, la haré de diplomático, intermediario, abogado del diablo y representante convincente y persuasivo de la familia Yáñez y de amigos editores que residen en la Ville Lumire.

No sé por qué pero en la coordinación de esta espléndida edición crítica de Al filo del agua todo ha sido al revés: terminé por el principio y comencé por el final. Ojalá que el material inédito no se quede arrumbado en un clóset. Mi amigo Amos Segala -el hacedor, el demiurgo de esta colección- lo sabe mejor que nadie. Definitivamente, él es el gran culpable; de hecho, conocedor de tantas entretelas de cada uno de los volúmenes publicados en la Colección Archivos, estoy seguro de que ya tiene varias novelas en su mente.

Cerca de donde ahora camino, en la Puerta Mariana -con la estatua de un Juárez sentado en el centro del patio-, conocí a Agustín Yáñez, allá por junio de 1960, en compañía de Francisco Liguori y de Rubén Bonifaz Nuño. Hierático, de rostro mestizo, de voz firme, pelo abundante y anteojos de gruesos lentes, el autor de Archipiélago de mujeres me saludó con afecto; hablamos de tíos, de abuelos, de María, de Salvador, de familiares jaliscienses, de Los Altos, de Lagos, de Yahualica. Me agradeció las enseñanzas que impartía en el Colegio de San Ildefonso, ya que su hijo Gabriel asistía a uno de mis cursos de matemáticas.

Al caminar a un lado de las impresionantes ruinas prehispánicas, al ver el perfil de las torres herrerianas de la Catedral, se me cruzan los itinerarios políticos de Agustín Yáñez: primer Coordinador de Humanidades en la UNAM -casi un vicerrector-, gobernador de Jalisco y ministro de Educación Pública; lo veo dictando sus clases en la Escuela Nacional Preparatoria y en las aulas de Mascarones; también pienso en sus tiempos aciagos del 68É

Me anuncio en un mostrador, como si fuera el de una tienda de ultramarinos. Veo libros en las vitrinas, los pasillos, los entrepaños, arrumbados en los escritorios; libros de derecho y medicina, de antropología e historia universal. Se nota la mano austera de la vieja familia asturiana que del puerto de Llanes llegó a América hace más de un siglo.

Entro por unos pasillos largos y angostos y, como dicen en España "siga usted recto, tieso y al final del todo", llego al vestíbulo donde me atiende la secretaria del señor Pérez Porrúa. Me recibe de inmediato con relativa amabilidad y un gesto indescifrable de dureza y bonhomía. Me parece un hombre de 70 años que por ningún motivo está dispuesto a ceder los derechos de Al filo del agua.

Mientras don José Antonio contesta una llamada telefónica, me pongo de pie y observo el desorden de montones de libros por una pequeña escalera que conduce a una oficina superior al parecer abandonada. Todo el lugar tiene poca luz, dando pie a que la penumbra se adueñe de todos los rincones. Veo en las paredes algunos diplomas importantes: el Águila Azteca firmada por un presidente de malos recuerdos y un reconocimiento de la Universidad Nacional a su gran labor de editor. Por fin, después de felicitarme por algunos de mis textos y por el sitial que ahora ocupo -el que fuera de don Agustín- en la Academia Mexicana de la Lengua, empezamos a centrarnos en el tema de la cesión de los derechos de Al filo del agua.

Siento que me tiene una gran desconfianza, aunque de vez en vez una sonrisa maliciosa me indica que algún terreno voy ganando. Me habla con orgullo de las ediciones que tiene de Al filo del agua, de una edición de lujo propuesta por Yáñez y de la que se han vendido muy pocos ejemplares; habla con desmesurado orgullo de esta edición -como si fuera su timbre de gloria-, del trabajo minucioso de artistas y diseñadores. Después vuelve a la carta que le envió a la señora Eugenia Meyer.

Me detengo en los colaboradores de la edición crítica que me ha tocado en suerte coordinar; tal como aconteció desde el principio, en aquellas primeras sesiones con el amigo Segala, hará cosa de seis años en el salón de profesores de la Facultad de Filosofía y Letras, cuando todo comenzó por el final, y empiezo a explicar la selección de los mejores conocedores de la obra de Yáñez: recuerdo a la desaparecida María del Carmen Millán y los ensayos de Manuel Pedro González. Al detenerme en José Luis Martínez, noto de inmediato que los gestos de don Antonio se van suavizando. Pone todavía más atención en la entrega del liminar escrito por el filósofo y diplomático, amigo de Yáñez, don Antonio Gómez Robledo. Los primeros trabajos los recibí de Ignacio Díaz Ruiz, Francoise Perus y Pura López Colomé. Después de frecuentes llamadas, al fin recibí el lúcido ensayo del amigo Carlos Monsiváis. Reafirmo la importancia de la entrevista realizada por Emmanuel Carballo al autor de Al filo del agua. También le describo las sesiones que tuvimos en la oficina de Eugenia con los coordinadores de otros volúmenes.

Por mi parte, aclaro que no soy más que un simple embajador -en el sentido más preciso del término-, emisario del amigo Segala y de doña Olivia Yáñez, que mis oficios buscan fundamentalmente la publicación de Al filo del agua en la Colección Archivos. Le aclaro que en mi familia no hubo problema alguno para la publicación de Los de abajo y que tampoco los hubo con los herederos de Juan Rulfo, José Revueltas y José Gorostiza. Le insisto en que los colaboradores para el volumen de Al filo del agua son de varios países, no sólo de México sino de Colombia, Francia, Guatemala y hasta del Lejano Oriente.

Don José Antonio Pérez Porrúa vuelve a su aparente escepticismo cuando se nos presenta su hijo que parece su hermano menor. Descubro que ya son cuatro generaciones de Porrúa los que han estado al frente de la editorial y la librería; descubro también que ya tiene bisnietos y que quizá tendrá sucesores para todo el siglo XXI.

Al fin me lee la carta que le envió a Rafael Tovar y de Teresa. No hay solución precisa; deja todo en el aire y muestra su orgullo por la divulgación, a lo largo de más de 45 años, de la novela Al filo del agua. No quiere saber nada de la Colección Archivos. Sin embargo, mi necedad no tiene límites; me mira casi con asombro detrás de sus gafas y vuelve a recordar a los amigos de viejos tiempos.

De pronto, don José Antonio guarda silencio, me escudriña como si yo fuera un intruso y después manda que le traigan un ejemplar de la edición de lujo de Al filo del agua. No sé por qué pero sin venir a cuento me pregunta sobre la edad que él tiene; no le respondo bien a bien y simplemente me dice que va con el siglo: me voy de espaldas y le digo que yo le había echado veinte años menos. Ahora sí sonríe y ya no tengo la menor idea de por dónde andamos.

Llega a sus manos un ejemplar de la edición de lujo de Al filo del agua, me enseña con orgullo la portada, las viñetas y la reproducción de varias pinturas. Me habla del tipo de papel y de la gran satisfacción de Yáñez al recibir el primer ejemplar. Agrega con calma que no estaría nada mal hacer un esfuerzo aún mayor para difundir la obra del escritor jalisciense por muchas partes del mundo. Para mi sorpresa, don José Antonio se pone de pie y me regala con gusto el ejemplar de la edición de lujo.

A partir de este momento, algo pasa que no puedo explicar bien. Es algo extraño, particular, algo ajeno a los malabarismos de los negocios editoriales. Desaparece el dominio de lo pecuniario y los vericuetos de los derechos de autor. A pesar de la penumbra, de las luces a medias que caen sobre el escritorio, siento que otras luces -las interiores, las de un ser humano distinto- se distinguen en nuestro entorno.

El pasado se hace presente y muchas figuras nos rodean antes de que llegue la decisión final. Sigo en la incertidumbre, nos acompaña un silencio cargado de nuevas vibraciones. El tono es distinto y una zona de recogimiento avanza a lo largo del recinto. Después de agradecerle el espléndido regalo y al empezar a hojear las primeras páginas, don José Antonio, todavía de pie, me dice con claridad: -Son suyos los derechos; dígaselo a doña Olivia; sé que harán una buena labor. Sí, amigo Azuela, Al filo del agua se puede publicar en la Colección Archivos...

Me quedo sorprendido; él sonríe y yo agradezco; me estrecha la mano y le digo que habrá una nota muy especial de agradecimiento. -Es lo menos... -agrega ahora con satisfacción.

El sol sale por todas las esquinas, las manzardas, los frisos, los balcones, iluminando la bóveda de la Catedral y la fachada rectilínea del Palacio de los Virreyes. Imagino que estoy en el inicio de nuevos acontecimientos. Al pensar en la portada del libro, en la introducción, en el índice general, sé que mis deseos llegarán muy pronto a París y que también doña Olivia se sentirá contenta.

Optimista, entusiasta, con un peso menos, dejo atrás la sonrisa de José Antonio Pérez Porrúa. En mi fuero interno, a un costado del Sagrario, al fondo de antiguos portales, le doy también las gracias a las figuras que hemos invocado.