``Isauro Martínez'' de Torreón Hace unos semanas este bazarista se puso a hacer el recuento de sus viajes por la provincia y por otros rumbos del continente, emprendidos para cumplir misiones del Seminario de Cultura Mexicana o para atender a invitaciones de universidades e instituciones culturales. No vale la pena consignar las quejas o dejar constancia de las molestias o de las decepciones. ``Los viajes ilustran, pero también extriñen'', nos decía don José Gorostiza a los ``muchachos de la carrera'', cuando salíamos a la primera misión. Por lo tanto, sólo debemos dejar constancia de los deslumbramientos y de los aspectos agradables de ese ir y venir que los antiguos llamaban ``errancias'' (en esta palabra hay una ambigüedad que admite varios significados, uno de ellos francamente peyorativo) y que, al repetirse, se convertía en una segunda naturaleza y en una especie de acaticia crónica. Para ordenar las memorias conviene que las enumeremos: 1. El Hotel Elvira de Torreón ya no se llama Elvira y es administrado ahora por unos tecnócratas de la hotelería que fincan su comportamiento en la irrefrenable sospecha de que todos sus huéspedes son capaces de meter en su maleta los ganchos de ropa, las sábanas y hasta las cortinas. Se le ocurrió al bazarista hacer una llamada telefónica y tuvo que realizar un complicado trámite para que se le otorgara el permiso para hablar al exterior del hotel. Se vio obligado a mostrar tarjetas de crédito, cuentas bancarias y cartas de recomendación. La carencia momentánea de un certificado de buena conducta y de ausencia de antecedentes criminales, estuvo a punto de echar por tierra la delicada negociación. Esto había pasado ya en un hotel de Guadalajara que tiene la horrenda costumbre de mandar a un botones a cobrar en efectivo la llamada apenas se cuelga el auricular. Hace unos cinco años, los hoteles tenían mejor opinión de los viajeros, a quienes otorgaban una respetuosa dosis de confianza a veces defraudada por los ladrones de vasos, toallas y ceniceros. Esta nueva desconfianza debe ser el producto de la crisis económica y moral en que ha hundido al país el pavoroso neoliberalismo. El irrestricto y, por lo mismo, salvajemente competitivo libre mercado, dota a los seres humanos de colmillos depredadores e instaura la ley de la selva. Es natural, por lo tanto, que aumente los grados de desconfianza y nos haga ver a los otros como enemigos irreconciliables, como obstáculos a los que hay que apartar de nuestro camino rumbo al éxito y a la riqueza. Además, la tal crisis ha acrecentado la falta de autoestima de los mexicanos y afirmado la convicción de que el país no tiene salida posible. Lo único que puede darse son las escapatorias individuales capaces de utilizar los medios más atroces y antisolidarios para salir adelante. Es claro que esa falta de autoestima nos ha convertido en un pueblo de docilidad y abulia tan marcadas que somos pasto de los depredadores más notorios, de los ladrones de votos y de los empresarios pertenecientes al grupo zoológico de las pirañas. Habrá notado el perspicaz lector que más pronto cae un prometedor que un cojo, pues el tal bazarista prometió no quejarse y hasta el momento, lo único que ha hecho es cantar la palinodia. 2. Proponemos enmienda y, para olvidar las quejas y lamentos, nos ponemos a pensar en las decoraciones milyunanochescas del Teatro ``Isauro Martínez'' de Torreón y en sus grandes frescos de personajes míticos y seres fantásticos. Producto quintaesenciado de una burguesía orgullosa de sus logros empresariales y emuladora de sus colegas de regiones más linajudas y sofisticadas, el teatro muestra esa voluntad de poder y ese deseo de llegar al buen gusto cosmopolita. Sus constructores, algodoneros enriquecidos hasta los bordes del despilfarro y, en su mayoría, peninsulares, llamaron al pintor, también peninsular, Tarazona, y le encargaron la construcción de un teatro que daría esplendores culturales a la ciudad asediada por los desiertos. Le dieron libertad y él la aprovechó al máximo y dejó volar la imaginación clásica, bizantina y orientalista. En el foyer colocó un enorme lienzo que, a primera vista, es un homenaje al impresionismo, pero que, en realidad, se acerca más al colorido de las exuberantes vegetaciones del Camelot prerrafaelista, y cuidó, además, columna por columna y las dotó de monstruillos colmilludos o de ángeles de mirada perturbadora. Fernando Martínez, hombre de vasta sabiduría literaria y de gran erudición lagunera, fue nuestro Virgilio por los laberintos del sorprendente recinto. Cuando salimos nos asaltó la urgencia de comer delicias libanesas. La calmamos en una de las buenas fondas que recuerdan las largas sesiones gastronómicas efectuadas a la vera del santuario de Charvel. Así, los kepes, el bien balanceado tabule, el baba ganush, el tahine y un jocoque tan discreto que se limitó a enaltecer los sabores del arroz con fideos, nos regresaron a los azarosos y bellos días libaneses. El café turco, por su parte, nos transportó a los sueños de Tarazona habitados por las huríes del Profeta y los resplandecientes tocados de las emperatrices de Bizancio. HGV
|
El deleite específico de la imaginación al contemplar paisajes es el de unificar, componer y dotar de coherencia lo aparentemente azaroso y arbitrario. Vamos a ver: lo primero que hago frente al paisaje es, digamos, enmarcarlo mentalmente, es decir, asentar ``este es el paisaje que estoy viendo, a mi derecha queda esto, a mi izquierda esto otro, al fondo aquello''. Es decir, me coloco ante el paisaje y de algún modo lo limito. Esta es ya una operación estética. La prueba de que tengo que hacer esta operación puede verse en el hecho, pertinente e importante, de que un trozo o fragmento de ese paisaje que aprecio podría ser un paisaje ``completo'' si decidiera situarme en condiciones de apreciarlo como ``completo''. Quiero decir que un paisaje grande está compuesto de paisajes más pequeños que mi situación y sólo ella hace ``fragmentarios'', o sea, componentes del paisaje grande que he enmarcado como ``completo''. Creo que está claro, pero añadiré de todos modos que estoy diciendo que una tela con paisaje de Constable, por ejemplo, puede cortarse y hacer con ella un número indeterminado de cuadros chicos, es decir, de paisajes más pequeños que, recortados, cobran sentido autónomo y completo. Entonces, situado ante el espectáculo, ¿cómo decido los límites del paisaje que contemplo? Esta decisión no es arbitraria, es estética, y quiere decir que contemplar un paisaje no es actividad pasiva. Contemplar el paisaje es componerlo, organizarlo. Por eso nos movemos y decimos, por ejemplo, ``ven, desde acá se ve mejor''. El arte de los maestros paisajistas nos ha enseñado a hacer esta operación, y la mayor felicidad es cuando el paisaje coincide con el cuadro que nos emociona y deleita. Esos tres árboles solitarios en el llano, con nubes bajas, parecen un aguafuerte de Rembrandt. Los chopos alineados en la orilla del arroyo al atardecer, recuerdan un cuadro de Monet, y la geometría de los campos cultivados que brillan al sol son como un Van Gogh. El camino es de ida y vuelta, los paisajes que he visto me ayudan a comprender los cuadros de los maestros, y estos cuadros me ayudan a componer mis paisajes. Para calibrar el arte del paisaje, observa esto: los paisajes demasiado grandilocuentes, excesivamente impresionantes, como los enormes picos, abruptos y nevados, o el desierto ondulado y ascético, no sirven para hacer cuadros magistrales. Fotografías, sí, como las de Ansel Adams, por ejemplo, pero cuadros, no. ¿Por qué? Porque la excesiva expresividad de lo situado ante la vista, le quita al pintor espacio donde moverse. Ante esas cumbres nevadas el pintor no tiene ya nada que hacer. Porque el arte del paisajista está en el delicado equilibrio entre el orden y el caos. Un buen paisaje es orden amenazado, un instante de orden y claridad que con cualquier movimiento puede perderse, un significado que podría, de pronto, oscurecerse. Y lo que nos deleita es la acción de los dos factores, su lucha. Específicamente, el frágil equilibrio alcanzado en la lucha. Pero los picos escarpados imponen con su masiva presencia un orden, y el artista ya no tiene nada que hacer, sólo copiarlos, y ¿para qué? Los montes nevados, más que al arte, pertenecen a la categoría semiestética de lo monumental y pintoresco (o eso que algunos, tal vez, podrían llamar lo sublime). Este acto de hallar coherencia en lo azaroso es imaginativo, y aun diría muy imaginativo. Se parece a identificar figuras en el ir y venir de los hilos de colores de un tapiz. Hay una inventiva del paisaje, por lo tanto, hay estilos de paisaje. La selva, por ejemplo, es barroca, aunque monótona en su peculiar saturación, frente al paisaje neoclásico, amplio y bien delimitado, con suaves colinas, campos cultivados e hileras de árboles aisladas unas de otras. El estilo no es aquí otra cosa que coherencia: en cada paisaje hay clima, flora y fauna, formas de vida peculiares. Esto es obvio, pero con esas obviedades construye la imaginación. A partir de un cuadro con una oveja, el contemplador podría decir en qué tipo de casa vive y qué va a cenar hoy el pastor que las cuida. Y porque puede hacer esa operación, se deleita la imaginación en la contemplación del paisaje. Una astilla de información le sirve para reconstruir un todo coherente. Cualquier paisaje nos saca de nosotros, nos sitúa en las cosas y nos abre el camino a lo diferente, lo otro.
|