La Jornada Semanal, 27 de diciembre de 1998



Elena Urrutia

Arreola el memorioso

Juan José Arreola, el gran autor de La feria y Confabulario, imprimió a la literatura mexicana un sello de originalidad y erudición. Sus ochenta años fueron motivo de homenajes y reconsideraciones, entre ellos, la publicación de sus memorias, recogidas por Orso Arreola. Cerramos el año con esta crónica donde Elena Urrutia evoca la otra faceta del último juglar: la de hombre de teatro, extraordinario conferencista y maestro.

Para Sergio Pitol

El proceso de integración de las Memorias de Juan José Arreola. El último juglar, recogidas por Orso Arreola, su hijo, es perfectamente consecuente con una característica distintiva de Juan José: su oralidad. El recuerdo primero que tengo del actor, escritor y maestro -como lo define en este orden Orso en las "Palabras liminares" del libro- está asociado, precisamente, con su extraordinaria verbalidad.

No hacía mucho había yo leído Varia Invención, publicada por el Fondo de Cultura Económica en 1949, y estaba por salir a la luz Confabulario en la misma editorial, en 1952, cuando Jaime García Terrés nos recomendó a María Elena del Río y a mí tomar clases de dicción con Arreola. En esa época en que aún no adoptaba el seudónimo -por decirlo de alguna manera- con el que firmo desde que me casé poco después, mi nombre era -es- Elena Lazo. Las dos Elenas junto con Elodia Terrés -tía de Jaime-, Eugenia Caso-que se casaría más tarde con Luis Rius-, Celia Chávez -luego de García Terrés-, Gloria Siegrist, Jaime García Terrés, Carlos Fuentes y Enrique Creel, integrábamos un grupo entusiasta que pretendía hacer teatro bajo la dirección del doctor Raoul Fournier y la mirada complaciente y solícita de la igualmente querida Carolina Amor de Fournier, "Carito". Sábado tras sábado, por la tarde, nos reuníamos en la mágica casa de los Fournier, en San Jerónimo Lídice, constituida para acoger a los (las) amigos(as) bajo cualquier pretexto, y que en esta ocasión era el teatro. Por supuesto que Salvador Novo -gran amigo de Carito- presidió algunas de nuestras reuniones sabatinas, a las que también acudieron los entonces jóvenes dramaturgos Sergio Magaña y Emilio Carballido. La lectura de alguna de sus recién concebidas obras de teatro incitó, indudablemente, a Jaime García Terrés y a Carlos Fuentes a escribir sendas comedias, en una de las cuales se cometía un crimen-no recuerdo bien si Juan José Arreola era el asesino o el asesinado. Los integrantes del grupo no solamente seríamos los actores sino, incluso, éramos los protagonistas de las obras.

Yo estudiaba en esos años la licenciatura de psicología y me fascinaba tener a tales inteligencias como mis conejillos de Indias a quienes aplicaba todos los tests que estudiaba en esa época: de inteligencia, de personalidad como el Rorschach, el TAT y muchos más. Me encantaría encontrar entre el cúmulo de mis papeles aquellos tests aplicados a mis ilustres amigos.

Enrique Creel, en su recién publicado libro de memorias El color del cristal, hace una referencia a esas sesiones sabatinas en las que revisábamos obras que se adecuaran al grupo: de Noel Coward con su Espíritu burlón, a Federico García Lorca con Doña Rosita la soltera. También Pita Amor -prima de Carito- acudió en alguna ocasión para declamar con su personal manera y con la de Margarita Xirgu.

Como Arreola recuerda en sus Memorias, entró en contacto con nuestro grupo -aunque ya conociera a varios de tiempo atrás- y, por nuestra parte, María Elena del Río y yo acudíamos puntualmente a nuestras clases en su departamento de la calle de Ganges en el que vivía con Sara, su esposa, y sus tres pequeños hijos: Claudia Berenice, Fuensanta y Orso.

Cuando le preguntamos a Jaime cómo podíamos agradecer a Juan José el tiempo que nos dedicaba, nos sugirió que le lleváramos vino y queso franceses, que le encantaban. La cava del padre de María Elena, siempre bien provista, nos sacaba de apuros. Esa misma sugerencia le hice a Elena Poniatowska cuando, según ha contado en más de una entrevista, después de decirle que escribía en ruso, añadí que le vendrían bien unas clases con Arreola. Yo había probado su paciencia de verdadero maestro cuando le llevé a Juan José, para su corrección, una conferencia -la primera de mi vida- que debía yo preparar para leerla ante un público universitario que me pareció amenazadoramente grande. Luego de haber sorteado el primer obstáculo: nada menos que mis anteojos empañados por el sofoco de la timidez que me impedía leer al principio, las lecciones de dicción dieron como resultado una lectura correcta y bien fraseada, al cabo de la cual las felicitaciones se centraron, no en las ideas expresadas sino en lo bien escritas que estaban: una deuda más con Arreola y su corrección.

Debo decir que las clases de Juan José eran una delicia ya que, como cualquiera que lo ha tenido como maestro sabe, una sola palabra o idea pueden desencadenar en él chispeantes observaciones, llevando la conversación hacia derroteros inusitados. Algún tiempo después asistí a sus clases en el Centro Mexicano de Escritores situado, en aquella época, en una linda casa porfiriana en Sadi Carnot. Recuerdo a Felipe García Beraza, pieza fundamental de ese Centro, y el análisis que hacíamos con Ramón Xirau de la obra de Gorostiza y García Lorca. Emmanuel Carballo estaba recién llegado de Guadalajara y, me imagino, era uno de los becarios del Centro. Por esos tiempos, a iniciativa de Jaime García Terrés y Emmanuel Carballo, participaron en la extraordinaria experiencia teatral que se llamó Poesía en voz alta Octavio Paz, el propio Arreola, Héctor Mendoza, José Luis Ibáñez, Juan Soriano, Héctor Xavier y Leonora Carrington.

Años más tarde, cuando en 1972 trabajaba yo en la Casa del Lago de Difusión Cultural de la UNAM, organicé un ciclo de conferencias, el primero con la causa de las mujeres como tema central. Además de tres mujeres -Alaíde Foppa, María Antonieta Rascón y Rosa Marta Fernández-, invité a participar en el ciclo Imagen y realidad de la mujer a Tomás Segovia, Juan José Arreola, Carlos Monsiváis y Santiago Ramírez. Mi propósito inicial fue integrar un libro con las conferencias. Pero Juan José, como era de esperarse, no llevó ningún texto escrito y hubo que grabar su conferencia. Con la transcripción en la mano le pedí que la revisara y corrigiera para su publicación. Pretendía que yo lo hiciera: ¡nunca me hubiera atrevido!; después se la dio a Jorge Arturo Ojeda, quien, supongo que con igual respeto, sólo puso a la transcripción comas, punto y comas y puntos. Finalmente, aceptó Arreola que trabajáramos juntos aunque, a decir verdad, mi papel se redujo al de una simple amanuense y a rescatar de vez en cuando al autor de los vericuetos de la conversación en que estaba enfrascado, trayéndolo a la realidad del texto que había que corregir. El libro finalmente fue publicado en 1975, proponiéndose Sep/setentas que fuera una primicia en aquel Año Internacional de la Mujer.