La Jornada Semanal, 27 de diciembre de 1998
Mario González Suárez,
De la
infancia,
Tusquets Editores,
México, 1998.
Es común que la mayoría de los narradores no aborde el mundo de la infancia en virtud de que no es, en apariencia, ni demasiado inteligible ni demasiado escandaloso. Sin embargo, lejos de ser anodina, la niñez es un territorio en el cual se manifiestan ya todas las claves de la complejidad humana, así como sus más impensadas derivaciones. De hecho, para el niño cualquier idea de realidad es incompleta y su capacidad de fantasía depende, en sumo grado, de su capacidad para contrarrestar sus temores. La propensión unívoca a desbordar todo cuanto ve o concibe se convierte en ``un cuento de nunca acabar'', que a su vez lo conduce por una senda de encantamiento, pero son sus miedos los que ponen coto a su percepción o los que hacen, según el caso, que su imaginería se desvirtúe y no sea más que una ilusión impropagable. La sospecha -y así el riesgo siempre oculto tras lo evidente- está determinada por la impostura que ejerce sobre él el mundo adulto. En este sentido, la razón se presenta como algo tangencial e inoportuno; algo que por lo general llega tarde porque está en un ``más allá'' que a saber qué sea o en qué consista, y aun cuando el niño pueda arrancarle retazos mínimos y plausibles, sabe que son susceptibles a ser desmentidos de inmediato.
En su primera novela De la infancia, Mario González Suárez exhibe a un niño lleno de temores, querencioso de alucinaciones y más que nada propenso a dejarse engañar por mentiras crueles. El marco referencial es por demás reconocible. Se trata de una familia donde la figura paterna es exuberante, quiérase monstruosa, y por lo mismo tornadiza y así inabarcable, mientras que la madre es apenas un símbolo huidizo cuya postración, acaso indisoluble, sólo encuentra asidero en la brujería y las supersticiones con claves, amén de una maltrecha idea de religiosidad únicamente útil como exorcismo. El impacto de esas fuerzas macabras son transferidas a los hijos, a quienes ya imbuidos de superchería no les queda más opción que atenuarla o potenciarla con sus juegos lúdicos. La familia vive hacinada en un sitio localizado en el centro de la ciudad, algo así como un microcosmos infernal, un tanto aislado de la dinámica urbana, cuyos límites sólo pueden ser desbordados por la imaginación del protagonista infantil.
La novela de González Suárez es circular. Empieza con la huida del protagonista, y así termina. La exasperación lo empuja, pero sabe que su deseo de autonomía puede confundirlo aún más. Del otro lado -tras montar una bicicleta robada y transponer una suerte de pared hipotética- hay una caída y una emborronadura. Pronto aparecerá ante sus ojos una mancha amarilla que habrá de adquirir la forma de una silueta humana. Trata de seguirla, pero la fatiga se lo impide y lo hace regresar, resignado a su ``casa oscura'', justo a esa región donde están presos los condenados del ``más allá'', es decir, al infierno de la superchería, mismo que de resultas es más asequible que la luminiscencia de lo desconocido. No obstante, la serie de acontecimientos realistas da comienzo de modo accidental, en el momento preciso que el padre descubre a su hijo tasajeando gusanos con una navaja de muelle. El padre le atiza un par de sopapos no sin advertirle que más tarde le enseñará a manipular navajas y cuchillos, pero ocurre que también le enseñará -esa es la promesa- diferentes aspectos de la perversión hombruna: la bebida, el donjuaneo al que el padre, siempre de modo sesgado, es proclive, los alardes de vanidad, la manera de defenderse de tanto hijo de puta, etcétera. La enseñanza será a medias y en contraposición la madre le enseña a rezar sólo para desendiablarse. Se establece así una pugna entre la madre y el padre, quienes riñen constantemente y a veces él le propina severas golpizas, propiciando que los hijos se vuelvan cada vez más alucinados. Se retuercen aún más los sentimientos de culpa en los infantes porque el bien y el mal, como conceptos límite, son tan movedizos como inciertos, aun cuando quede la opción del arrepentimiento o el exorcismo.
Narrada en primera persona De la infancia ofrece, a contracurso, ángulos inéditos de inverosimilitud. De no ser por los diferentes grados de fantasmagoría que vulneran la percepción del protagonista, el patetismo exhibido en esta novela sería tan corrosivo como manido, habida cuenta de que jamás se romperá la hegemonía familiar; sin embargo, el ingrediente ensoñador, amparado en las supersticiones, que añade González Suárez, postula otro abordaje, como si se accediera a un universo en penumbras donde el narrador describe con temeridad y argumenta a base de circunloquios. En determinado momento el protagonista llega a una declaración de principios: ``Se me dificulta convencerme de que mi vida no es sueño'', pues tiene la sensación de que vive y recapitula en un ``más allá'' del que es preciso huir. Los personajes a veces son reducidos a símbolos efímeros, a veces a deformaciones caricaturescas, pero por lo común son animales acechantes, adversarios dispuestos a agredir, porque a fin de cuentas la crueldad es la norma de vida. El terror socava a la vez que prefigura estrechos reductos de liberación, aun cuando la luz, acaso remota y mínima, no sea más que una trampa o una posibilidad aleatoria de la oscuridad.
De hecho el padre, como figura dictatorial que ocupa casi todo el espacio vital de los miembros de la familia, concibe al mundo como un enorme y crucial problema, cada persona es un enemigo en potencia contra el cual hay que arremeter tarde o temprano. Su paranoia es expansiva. Se autonombra sindicalista, pero en el sindicato casi todos son sus enemigos, o al menos así lo supone; por lo tanto su deseo de huida es crónico. La familia irá a vivir a la casa de algún allegado: mera alternativa recurrente, no obstante pasajera, pues la peregrinación no cesará, ya que el padre entra en problemas a las primeras de cambio. No es casual entonces que la repercusión de ese espíritu beligerante influya de manera cada vez más enfermiza en los hijos, a tal grado que ellos consideren como máxima diversión golpear a los niños so pretexto de un juego callejero. En cambio a las niñas hay que amarlas y protegerlas. Son seres etéreos y delicados (como aquella Gabrielita); y ese romanticismo en cierne, cuantimás improbable, posibilita una especie de ternura idílica que jamás pasará de ser un deseo timorato, tan inalcanzable como la luz al fondo de un túnel.
Uno de los mayores aciertos en esta primera novela de Mario González Suárez consiste en lograr introducir al lector en la lógica de la percepción infantil. Mediante una prosa sugestiva y llena de matices sensoriales, discurre a la par un metalenguaje donde se anatemizan los atisbos y los deslumbres como si los seres y las cosas fuesen vistos por primera vez. Prospera la aquiescencia fantasmagórica que mella la realidad como si persistiera la intención de diluirla. Si la familia es sistemáticamente echada de las casas, el niño protagonista advierte que han huido como espectros conjurados. Si la madre se afana en proteger a sus hijos, aunque sin saber bien a bien cómo, o nada más inculcándoles amor por la magia y las supersticiones, el niño lo transfigura en simbología: se trata de una gata que amamanta a sus cachorros.
Jorge Anaya,
Barrio
viejo,
Editorial Grijalbo,
México, 1998.
Rosario Castellanos
Meditación en el umbral
ni Mesalina ni María Egipciaca
ni Magdalena ni
Clemencia Isaura.
Otro modo de ser humano y libre.
Otro modo de
ser.
De la región más transparente que fue la ciudad de México en 1958, pasó a ser una megalópolis en desarrollo, grisácea y turbia hacia el primer cuarto del siglo XXI, en pleno auge de la apertura neoliberal. Edificios en ruinas, calles pestilentes, niños de la calle dedicados al robo y a apedrear los autos de los pirrurris de la ciudad bonita, patrullajes represivos de los guardianes de la moral, son elementos del caos que inunda la novela de Jorge Anaya, Barrio Viejo. Balada de Elsinor la Trebolera.
En esta su primera novela, Anaya despliega, además de una parte de su gran arsenal imaginativo, sus dotes de obser-vador y crítico agudo de la realidad que sufrimos millones de chilangos. Su recreación de esa realidad apocalíptica no concede tregua ni misericordia al arrojar a sus personajes a esa moderna Babilonia para despedazarse en la selva de concreto en la que los más débiles -niños, mujeres y animales- serán los más dañados, pero también los únicos que se levanten para escribir, con el espray reivindicativo, en innumerables muros: el barrio ha despertado.
El fondo histórico de esta nueva Iliada, que el autor presenta en cuatro cantos, se transporta al año 2025 y tiene como espacio el Distrito Federal, que para ese entonces ha dejado de ser la ciudad más bella del mundo. El crecimiento de la ciudad antigua o Barrio Viejo, donde viven los jodidos, los que nunca tendrán un lugar en el cielo y que son mayoría desde tiempos inmemoriales, terminó por desaparecer a la clase media y dividir la ciudad en dos.
Barrio Viejo se extiende desde el oriente, donde las bandas de los Warriors de Peralvillo, los Desalmados de la Oriental y los Destroyers de la Maya derrochan ``sangre y fuego por unos metros de acera exclusiva para fajar y forjar''. Ahí las mafias de la prostitución y de la doga sentaron sus reales; hay patrullajes las 24 horas y los afortunados que tienen un empleo son obreros en las fábricas de capital extranjero. Barrio Viejo es como un enorme tianguis de baratijas en el que a diario se suceden las disputas por el territorio. Las concentraciones están prohibidas y el deporte ya nadie lo practica, sólo es visto en megapantallas.
La otra clase vive en la ciudad bonita con ``casas de cristal y luces pastel'', y se llega a ella a través de supervialidades de cuota; ahí vive la gente bonita, la de apellidos extranjeros, la gente rubia, la que estudia en escuelas de toga y birrete; ahí viven los pirrurris, la gente decente, las buenas conciencias, y de ahí parten los Escuadrones Antiabortistas, brazo de los Defensores de la Vida.
En este panorama de degradación urbana surge Elsinor la Trebolera, hija de la luna y de la noche, para erigirse en heroína y formar parte desde ahora de esa galería de grandes personajes literarios femeninos de la literatura universal salidos de plumas casi siempre varoniles, como La Regenta, de Leopoldo Alas Clarín, Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, La Madre, de Máximo Gorki...
Elsinor o Elisa resume en su personalidad la esencia de todas las transgresoras históricas, lo mismo a Juana de Arco, que a una castellana vieja, a una victoriana proscrita, a las hechiceras, a la Mulata de Córdoba, a la Malinche, entre otros ``nombres de todas las edades''.
Elsinor es la reina sin corona de Barrio Viejo. Dueña de una belleza impactante, tanto ``que todos están dispuestos a dar la vida por ella'', nadie logra doblegarla porque no resiste las ataduras, es de las mujeres que aman demasiado su libertad y ellos no logran comprender esto: ``siempre parecían esperar de ella devoción equivalente''. Así, mientras ella representa el avance de las mujeres por su libertad e independencia, la ciudad dividida en dos clases, aún irreconciliables en el nuevo siglo, continúa plagada de machines y de violadores que vejan, poseen y asesinan a las morras de la ciudad antigua porque son objeto y botín de guerra para infligir la humillación a la otra banda.
Elsinor es también una moderna Penélope que, ayudada de Carmen la costurera, cose un vestido de novia, ``entre místico y festivo'', cuya confección alarga y alarga porque se niega a esposarse, a aceptar el papel que impone el modelo de la sagrada familia, que prohibe a las mujeres sentir y demostrar rabia e independencia -porque una chica rebelde es una endemoniada.
El Juicio de Nemrod, que presencia una muchedumbre exaltada, y que nos remonta a los juicios de la Inquisición en los que una multitud ignorante y fanática quiere ver sangre, muestra en qué forma la vida de Elsinor atenta contra los ejes de la feminidad, y por tanto de la masculinidad, y más allá: contra el mundo de lo doméstico y de la institución de la familia, ya que cada cambio de las mujeres significa contradicciones, conflictos, y grandes y cruentas batallas.
Las leyes de los inquisidores -hechas y aplicadas por hombres, aunque aquí habría que decir ``machos''-, exigen un combate ``hombre a hombre'', por lo que el comandante Rodrigo, arma en ristre, asume la responsabilidad y se transforma en héroe, pero no logra eclipsar a Elsinor, aunque sí ayuda a dar buen cauce a la historia de amor entreverada en este thriller.
Según la trama de esta historia las fuerzas oscurantistas y guardianes de la doble moral, con Elmir Albarrán a la cabeza de los Defensores de la Vida, terminan por desatar una cacería feroz para impedir abortos a través de los Escuadrones Antiaborto; por otro lado, en un círculo vicioso, se mantiene un estricto control de los anticonceptivos.
Del lenguaje hay que decir que es exuberante, lleno de recovecos, laberintos y túneles como los que llevan a Barrio Viejo; a Jorge Anaya no le gustan las supervialidades para conducir rápido al lector al fondo de la historia, ésas que tantos y tantas nuevos(as) seudoescritores(as) transitan irresponsablemente excediendo el límite de velocidad. Jorge prefiere tomar el camino antiguo que va a la literatura, el de la descripción minuciosa con pocos diálogos, y con toda tranquilidad se detiene en la prosa poética para ofrecer un remanso al lector, que no deja de segregar adrenalina a lo largo de esta novela que recrea una pesadilla inquietante, sobre todo, porque tal y como van las cosas muestra un destino cada vez más dispuesto a darnos alcance.
Sea bienvenida esta primera novela de Jorge Anaya con la que se ha ganado su ingreso triunfal a la literatura mexicana.
John Womack Jr., Chiapas, el obispo de San
Cristóbal y la revuelta zapatista,
Cal y Arena,
México, 1998.
Virtud del libro de Womack es su limitación. Para público estadunidense desconocedor de la circunstancia mexicana, aun cuando connacionales nuestros estén presentes en sus vidas ordinarias, es este breviario del célebre biógrafo de Emiliano Zapata, de quien señaló que su revolución era para que permaneciera la tradición. Este opúsculo sobre antecedentes del neozapatismo y biografía política del obispo Samuel Ruiz, básicamente maneja la misma hipótesis: mientras el presidente Salinas se esforzó por modernizar al país enfrentándose a dinosaurios de nomenclatura, los zapatistas recurrieron, desde su guevarismo, a la tradición indígena para darle vida a otra vocación redentora.
El eufemismo como enmiendo de la realidad. Ciertamente la zona de conflicto, es decir, las regiones en que los neozapatistas tienen sus bases de apoyo, donde el Ejército Mexicano ostenta su poderío material, es como se les ha dado en llamar. De esta manera, no todo México es Chiapas y aún menos todo Chiapas es Chiapas, acaso la zona del conflicto. Pero Womack, en ese tono didáctico, nos recuerda que el conflicto empezó al menos hace 500 años, que no ha cesado, que ha adquirido formas varias y que siempre la religión ha sido una manera de la política de defensa de los pueblos indios. Sufrir matanzas y emigrar han sido estigmas de las etnias de Chiapas.
Difícil de aceptar que ``la hazaña más difícil y asombrosa del presidente Carlos Salinas... fue reanimar una fe pública y orgullosa en que los mexicanos podían hacer que su trabajo y su valía fueran consistentes y duraderos. En las últimas crisis, la pérdida más dolorosa del país ha sido avergonzarse de esta fe''. Pero ``de 1989 a 1992, mientras la economía nacional se recuperaba con las reformas... el precio mundial del café cayó''. A este cultivo dedicaban sus esfuerzos los indígenas. Mientras, el presidente promovía la modificación del artículo 123 de la Constitución, relativo a la Reforma Agraria. Los chiapanecos jóvenes, cada vez más alejados de tierras por caciques, guardias blancas y gobierno, perdían su futuro. De poco sirvieron ``las explicaciones serias y honestas'' que, entre otras razones, exponían que ``la nueva reforma era [para] debilitar a los caciques tradicionales nacionales y acabar con los cacicazgos locales, que el programa contra la pobreza salvaría a los que no tenían títulos, y así sucesivamente...'' Etnias que no entendieron los sentimientos de la modernidad, aun cuando ``la gran mayoría de los pobres rurales no pertenecían el Ejército Zapatista de Liberación Nacional y no se rebeló, mientras la minoría perteneciente al EZLN sí tomó las armas''. Así, insiste Womack, ``en plena recuperación nacional, se desarrolló una crisis material y moral en las vastas zonas rurales de Chiapas'', una ``crisis de frontera que prendió una furia fronteriza''.
Con pompa, Samuel Ruiz fue consagrado obispo de San Cristóbal en 1960. Ataviado de traje talar en la calle, manifestaba su conservadurismo. Pero la indigencia indígena lo indignó. Optó por indigenizar a la Iglesia y organizar a los desheredados. Una parte aleccionadora del libro es la descripción de una evolución religiosa y política de decisiva influencia en la región. Otra parte, donde da cuenta de la trayectoria del EZLN, es temeraria puesto que aun siendo un easy reading debiéranse especificar fuentes que permitan hacer afirmaciones sobre la historia del EZLN y su célebre subcomandante. La virtud entonces puede convertirse en limitación.
Horst Kurnitzky,
Vertiginosa
inmovilidad:
Los cambios globales de la vida
social,
Grupo Editorial Sansores & Aljure,
México,
1998.
En Vertiginosa inmovilidad, Horst Kurnitzky aborda el impacto que ha tenido la globalización del mercado sobre el ser humano y las relaciones sociales en el mundo contemporáneo. Kurnitzky dice: ``Cuando el barco se queda sin tripulación y sólo como un instrumento técnico de navegación, es como cuando el mercado y las instituciones políticas y sociales se conservan mientras la sociedad desaparece.'' Este es el punto, precisamente, en el que, sugiere el autor, se encuentran los países actualmente.
Esto significa que se ha abierto un espacio -reconciliable o no- entre la lógica de la globalización económica y el desarrollo de la civilización (entendida ésta en un sentido cultural, pero también de relaciones entre las personas, como individuos y como entes sociales). ``La ausencia de una economía política que entienda la sociedad de un modo integral, con todos sus elementos marginales y manifestaciones culturales, esto es, como sujeto de una economía social, ha propiciado que estemos viviendo una crisis que afecta tanto a la economía como a la sociedad en sus diversas formas de convivencia, en su cultura global.'' Pero esta proposición, que goza de aceptación generalizada, no es un lugar común dentro del análisis y el pensamiento de Kurnitzky -porque éste va más allá.
No se opone a la globalización -como nadie con un sentido de la historia, o con un sentido humanista, puede hacerlo. De hecho, Kurnitzky reconoce que ``en la historia siempre ha habido una tendencia hacia la globalización: ha habido un intercambio comercial ahí donde se han extendido las religiones o los imperios. Esto ha estado inseparablemente conectado con el proceso de la civilización y es una de las condiciones del desarrollo de la cultura''. Es cuando se rompe el vínculo entre la expansión comercial y material, y la expansión cultural que la integridad de la humanidad misma se pone en entredicho.
Con la globalización se ha perdido la civilización. Lo que no es extraño pues -como dice la cita del padre del neoliberalismo, Friedrich Hayek-, ``la democracia en sí jamás ha sido un valor central del neoliberalismo''. En sus orígenes, el capitalismo y el mercado sí favorecían, de hecho, sentaron las bases de la democracia moderna. Pero ahora, la incapacidad de las fuerzas de la globalización para contribuir a un desarrollo sustentable es patente en, al menos, dos ámbitos. En el social, donde la pobreza ha llegado a límites que rebasan la capacidad de respuesta del Estado o del propio mercado, y además, cuando tantos seres humanos se han desplazado de un país a otro, o de un continente a otro como refugiados o migrantes económicos. Y, también, en un plano más difícil de medir o cuantificar pero que caracteriza por igual a la sociedad moderna: el plano de la comunicación; ahí, la enajenación que la vertiginosa globalización ha producido a través de las nuevas tecnologías de información -que vinculan, pero aíslan; comunican, pero separan a los individuos de la sociedad- complica o impide el establecimiento de relaciones sociales y, por ende, de formas no sólo de organización política sino incluso de interactuación integral y humana.
Kurnitzky hace, por ello, la pregunta moral fundamental de nuestra época: ¿dónde ha dejado la modernización al ser humano; dónde está su hogar o, como ha dicho Hannah Arendt, su lugar en el mundo? La pregunta común de todos los ensayos de Vertiginosa inmovilidad es particularmente relevante en vísperas de un nuevo siglo y de un nuevo milenio.
Como lo dice muy bien Horst Kurnitzky: ``Al desaparecer el espacio y el tiempo como categorías de la percepción, desaparece, simultáneamente, cualquier posibilidad de orientarse sensorialmente, tanto en el espacio como en la historia; además la memoria se diluye.'' Y sin esta capacidad, el elemento fundamental del hombre para relacionarse en la ``vita activa'' y hacer política, desaparece. La democracia requiere ciudadanos informados, que conozcan su lugar en el mundo, que puedan actuar en compañía de otros.
Ensayo (bibliográfico)
Pancho Villa, 2 T., Friedrich Katz, trad. de Paloma Villegas, Ediciones Era, México, 1998, 525 y 533 pp.
Ensayo (científico)
Mario Molina y la carrera por el ozono, Carlos Chimal, Sistemas Técnicos de Edición, México, 1998, 133 pp.
Ensayo (literario)
Revisión crítica de la obra de Juan Rulfo, selección y edición Sergio López Mena, Editorial Praxis, México, 1988, 172 pp.
Ensayo (sociológico)
Sociología del derecho, Manuel Rodríguez Lapuente, 2a. edición, Editorial Porrúa, México, 1998, 221 pp.
Narrativa
Encuentros y desencuentros, Fernando Noel Winfield Reyes, col. Autores Contemporáneos de Veracruz, Gobierno del Estado de Veracruz-Llave, México, 1998, 127 pp.
Las piadosas, Federico Andahazi, Plaza y Janés Editores, Barcelona, España, 1998, 219 pp.
...perforaciones... Gonzalo Vélez, Premio Joaquín Mortiz para Primera Novela 1998, Joaquín Mortiz, México, 1998, 295 pp.
Poesía
Las alas salvan, Antonio Mendoza, col. Margen de poesía 76, Universidad Autónoma Metropolitana, México, 1998, 46 pp.
Mensajes desde el olvido, Ernesto Flores, col. Tezontle, FCE, México, 1998, 172 pp.
Revistas
Archipiélago, Revista Cutlural de Nuestra América, 3er. aniversario. Confluencia, México, 1998, 96 pp.
La Gaceta, del Fondo de Cultura Económica, Revista núm. 336, diciembre de 1998, Giórgos Seféris, Giuseppe Ungareti, poesía de: Brian Patten, Angelina Muñoiz-Huberman, María Baranda, entre otros., México, diciembre de 1998, 64 pp.
CG-T