La Jornada Semanal, 27 de diciembre de 1998
Las celebraciones del bicentenario del nacimiento de Giacomo Leopardi no son un fuego fatuo, como lo son de costumbre las conmemoraciones de grandes y menores, que caen pronto en el olvido. La celebración del poeta de Recanati es hoy la conclusión de un interés nunca apagado y de los muchos estudios que se han venido intensificando a lo largo de este siglo, cuyo punto de partida han sido siempre los escritos que en el siglo pasado De Sanctis dedicó a su amado Leopardi.
En los primeros decenios de nuestro siglo es cuando despierta el interés por los escritos filosóficos del poeta pensador, por las Operette morali (escritos morales) y por el Zibaldone, este espléndido diario a pesar de su título poco atractivo, ``Historia de un alma'', que recoge en casi cinco mil páginas las reflexiones filológicas, literarias, filosóficas y de carácter personal del poeta. Para conocer a Leopardi no basta con leer su poesía, hay que penetrar en ese vasto laberinto que Cesare Segre llama ``inmenso laboratorio de pensamientos'', en el que el poeta sació, por largos años y en la clausura, su hambre de vida.
La Ronda, revista fundada en 1919 por el poeta Vicenzo Cardarelli, considerada reaccionaria por adecuarse ``al más gélido conformismo clasicista'', tuvo el gran mérito de enfocar su interés hacia el poeta sin olvidar al gran pensador hasta entonces descuidado. En sus escritos, Cardarelli se propone ``excavar en el oro que duerme en nuestros sótanos'' y de ese sótano sacó a luz al Leopardi del Zibaldone y de las Operette morali. Hay que insistir: no es que Leopardi fuera olvidado, pero su imagen se había empobrecido y confinado para uso escolar. Como dice el filósofo Emanuele Severino, Leopardi se había vuelto poeta lírico (y podríamos añadir que por culpa de Benedetto Croce), el que se da a leer todavía a los niños en las escuelas secundarias.
En 1922, Benedetto Croce publica Poesía y no Poesía, un panorama de la literatura europea del siglo XIX. Entre los espléndidos ensayos, el libro incluye uno sobre Leopardi que es el menos feliz, el más contradictorio a la posición teorética del filósofo napolitano, el más cuestionable y el más cuestionado. Y, sin embargo Leopardi, poeta romántico pero de equilibrio clásico (que en su Zibaldone anticipa muchas de las ideas de la estética crociana), poeta de la melancolía (Croce había dicho que la melancolía es lo propio de la poesía), tenía todas las cualidades para gustar a Croce, quien, no obstante, hace de él una crítica demoledora. La poesía, la teoría filosófica del poeta de Recanati, dice Croce, fue una proyección de su estado infeliz, un juicio del cual Leopardi se había defendido vehemente en una famosa carta de 1832 a su amigo De Sinner, que parece una respuesta retrospectiva a Croce.
Por supuesto, Croce es coherente con su postura teorética que rechaza la intrusión de la filosofía en la poesía. De hecho, el filósofo sostiene en todos sus escritos de estética que cuando la filosofía se acerca a la poesía le da muerte. No puede aceptar, pues, un ``pensamiento poetizante'' como el leopardiano. Rechaza también la convicción generalizada de un Leopardi sumo pensador, cuyas argumentaciones y doctrinas puedan hallar lugar en la historia de la filosofía; para eso le falta a Leopardi disposición y preparación filosófica. Insiste en que la posición fundamental del espíritu leopardiano ``no sólo era sentimental y no filosófica, sino que se le podría definir como un nudo sentimental, un vano deseo y una desesperación así de condensada y violenta, así de extrema, que terminó revirtiéndose en la esfera del pensamiento, determinando sus conceptos y sus juicios''. Y sostiene que cuando esa disposición de espíritu empezó a comportarse como si fuera una posición doctrinal ya lograda y asumió la postura de crítica, polémica, sátira, aquella parte de la obra leopardiana resultó ``viciada'', y Leopardi se metió en un callejón sin salida, en una lucha estéril. Es más, Croce hace una confrontación genérica del poeta de Recanati con hombres optimistas, animados por la felicidad de vivir, con poetas ``sanos'', en plena ``prestancia física'', como Foscolo. Sin embargo, Croce, al inicio de su ensayo, contradice tanto optimismo: ``El espíritu destrozado del poeta italiano Giacomo Leopardi fue muy pronto acogido en la pléyade de los otros espíritus infelices que desde el final del Settecento habían ido surgiendo por doquier y que cantaron al género humano, extraviado en un mundo sin Dios, su fúnebre elegía.''
De la obra leopardiana, Croce ama sólo los Idilios que serían poesía, mientras que el resto -los cantos filosóficos- lo considera no-poesía, didascalia, manifestación sintomática de la hidropesía y de las otras enfermedades que padecía Leopardi; incluyendo La retama, el culmen de la poesía leopardiana que Miguel de Unamuno tanto amó, y que suscitó y continúa suscitando la conmoción de poetas, literatos y lectores. Concluimos, pues, con lo que dice acertadamente Eugenio Montale: ``Se diría que Croce amó a aquellos poetas a quienes hubiera amado como hombres si los hubiera conocido.''
La crítica leopardiana posterior a Croce es anticrociana. Esta reacción confluyó en importantes escritos, sobre todo La nuova poetica leopardiana de Walter Binni, de 1947, en la que el autor sigue el proceso de las diferentes etapas de la poética de Leopardi, la diversidad de tonos de su poesía, desde el tono contemplativo de los Idilios, que diverge del tono apasionado y enérgico de los últimos Cantos que corresponden a las diferentes poéticas que siguen el desarrollo de su pensamiento poetizante y que no implican una personalidad escindida, como se ha querido sostener, porque su personalidad permanece siempre íntegra.
De 1963 es el espléndido libro de Carlos Bo, La herencia de Leopardi, cuyo primer largo capítulo hace el balance de la recepción de Leopardi en Italia, y se propone analizar hasta qué punto ``nuestra capacidad mediana -la italiana, por supuesto- fue capaz de acoger todas las sugestiones dejadas por el gran poeta''. El importante ensayo de Bo puntualiza la situación de la crítica leopardiana de los últimos cincuenta años. No ha faltado, dice, la buena voluntad para reconocer a Leopardi como modelo, pero ha sido insuficiente: sobre ella ha prevalecido la obediencia y el obsequio a cierta estructura retórica. De esto, dice Bo, nos convence la historia de todos los más aclamados retornos de Leopardi, que han traído a la luz sólo una parte de su obra, una imagen parcial entre las muchas otras del poeta, dejando en el olvido y el desprecio su tentativa más alta: ``La interrogación constante, profunda, la interrogación desesperada sobre la presencia del ser humano en la tierra, en la naturaleza, en el mundo...'' De los proyectos de resurrección del poeta, Bo critica severamente al de La Ronda, que deja de lado la parte del sondeo, de la duda, de la inquietud del poeta que lucha incesantemente en contra del hábito que detiene la búsqueda. En pocas palabras, La Ronda descuida la parte más vital, más revolucionaria de la obra leopardiana, prefiriendo al hombre inmóvil que al hombre en movimiento, la estatua a la persona, adecuándola a la imagen que más le interesaba. Sin embargo, hay que decir que este error no es particular de La Ronda o de otro grupo literario. Como dice Bo; la literatura italiana está hecha de objetos depurados, incorruptibles y abstractos, poco adecuados para dar una visión global del poeta. Para Leopardi no hay verdades fijas, verdades trasladables a la poesía; existe sólo una verdad en acto, en movimiento: la verdad que consiste en el interrogar y no en el responder. Al contrario, la crítica ha convertido sus preguntas sobre la tragedia de la existencia en respuestas cerradas, en modos consolatorios. Bo contrapone la herencia leopardiana en suelo itálico a la recepción obtenida fuera de él, donde el legado del poeta tuvo un eco más profundo, como en Remy de Gourmont y, sobre todo, en Miguel de Unamuno. Unamuno, uno de los padres del existencialismo europeo, tuvo como modelo fijo al Leopardi de La Ginestra (La retama), el testamento final de la parábola del poeta. Como Leopardi, Unamuno aceptó vivir suspendido en una interrogación constante, y la infelicidad de Leopardi bien puede compararse a la ``agonía'' del filósofo español, quien de hecho en El sentimiento trágico de la vida lo cita a menudo.
En esta segunda mitad del siglo salen a la luz libros importantes, los cuales pasamos por alto para dar mayor relieve a los libros más recientes que dan una visión nueva y global del poeta de Recanati. De hecho, en estos últimos decenios hay una vuelta decisiva en los estudios leopardianos, empeñada en recuperar a un Leopardi ya no parcial, sino al poeta-filósofo en su totalidad. Ya nadie niega la fusión entre la poesía y la filosofía leopardianas. Parece finalmente aceptada la posición de Leopardi que había afirmado la unidad dialéctica entre poesía y filosofía, que él llama ``ultrafilosofía''. Para ser un perfecto filósofo, dice textualmente, ``es del todo indispensable ser sumo y perfecto poeta, pero no para razonar como poeta, sino más bien como muy frío razonador, lo que sólo el apasionado poeta puede conocer''. Ergo, el filósofo no puede ser perfecto si es solamente filósofo.
De estos últimos decenios son los estudios con prevalencia de filósofos, como los de Galimberti, Severino y Luporini. Una piedra angular de la crítica leopardiana actual es el libro de 1990 de Emanuele Severino, Il nula e la poesia. Alla fine dell'etá della tecnica: Leopardi (La nada y la poesía. Al final de la edad de la técnica: Leopardi). Emanuele Severino ha elaborado de manera muy original la historia y la evolución del pensamiento occidental. En su libro propone una lectura del poeta que rompe definitivamente con la tradición crítica que hacía hincapié en la lírica leopardiana sin intuir la grandeza del pensamiento que está en la base de su poesía. Con una labor de interpretación minuciosa de los textos leopardianos, demuestra que Leopardi no sólo ha sido un gran pensador sino que ha abierto el camino a todo el pensamiento contemporáneo. Es el primero que intuyó la quiebra de la edad de la técnica, y constató que la vida es dolor y nada. Es la nada, dice Leopardi, de la cual todo proviene y a la cual todo regresa. Sólo la obra de los grandes genios, el enlace poesía-filosofía que Leopardi llama ``ultrafilosofía'', puede elevar al alma humana a alturas que hagan olvidar dolor e infelicidad. Y esta es la grandeza titánica de Leopardi que nunca desembocó en el nirvana de un Schopenhauer, con quien De Sanctis lo identificó en su gustosísimo Diálogo sobre Leopardi y Schopenhauer. Al contrario, Leopardi invita a la acción, a la actividad, a la resistencia, a la lucha. Su pesimismo no llega a la renuncia, porque el poeta ama demasiado la vida.
Leopardi, como el trágico griego Esquilo, dice Severino, es uno de los más grandes genios de Occidente. Hay que recordar que en 1989, un año antes que se publicara este libro, Severino publicó uno sobre Esquilo, cuyo título es simétrico al de Leopardi: Il giogo. Alle origini della ragione: Esquilo (El yugo. A los orígenes de la razón: Esquilo). Sin embargo, dice Severino, nunca se ha escuchado como gran pensador a Esquilo, al igual que a Leopardi, quien a los veinte años ya es un gran filósofo. Esquilo inicia, con otros pocos, el sendero por el cual camina hoy toda la Tierra, y de este sendero Leopardi inicia la última etapa, la edad de la técnica, y prevé el aproximarse del triunfo de la civilización de la máquina y lo ineludible de su desastre. Schopenhauer, Wagner y Nietzsche entendieron que se hallaban frente a un genio, pero cuando Nietzsche escribe que Leopardi es el más grande prosista del siglo y el ``filólogo ideal'' a la altura de Goethe, contribuye a ocultar la grandeza de su filosofía, de la cual es deudor. No se escucha todavía el gran diálogo que Leopardi entreteje con toda la cultura de Occidente y con su futuro. Pascal, Rousseau, Schopenhauer, permanecen vueltos hacia el pasado. Leopardi, al contrario, da la espalda a toda la tradición filosófica de Occidente y, medio siglo antes que Nietzsche, sabe que los dioses no son fugitivos, sino que ya han muerto.
Regresando a Esquilo, de quien Severino no pierde de vista la relación esencial que une y al mismo tiempo separa a los dos poetas-pensadores, el trágico griego cree que la verdad es el único remedio al dolor de la nada, al dolor provocado por el aniquilamiento de la vida, la única defensa contra la naturaleza. Leopardi piensa, al contrario, que la verdad es precisamente la aniquilación de la vida y de las cosas, y que no puede ser el remedio del dolor. Si se continúa ignorando, dice Severino, el sentido de la ``nada'' que el pensamiento griego individualizó por primera vez, no sólo no se entiende qué son la ``tragedia'' ática y el pesimismo leopardiano, sino que no se logra avizorar lo que más cuenta: el alma de Occidente, el dominio de la nada en el desarrollo entero de nuestra civilización.
La naturaleza, en el estadio final de las reflexiones de Leopardi, cuando de madre benigna se transforma en madrastra, juega caprichosamente, haciendo y deshaciendo como ``un fanciullo invitto''. Cito unos versos de su Palinodia: ``La naturaleza cruel, niño invicto,/ Con su capricho cumple, y sin descanso/ Destruyendo y formando se divierte.''
Es lo que había dicho en prosa Heráclito, que el tiempo es un niño que se divierte y juega con el tablero, el tiempo del devenir de la naturaleza que es inocente, donde todo lo que acontece no tiene un porqué. Dice Leopardi: ``Si el principio primero de las cosas es la nada'', esto significa ``que un principio primero y universal no existe ni nunca fue, o, si existe o existió, no podemos de ninguna manera conocerlo, no teniendo ni pudiendo tener ningún dato para juzgar las cosas antes de las cosas, y conocerlas más allá del mero hecho real.'' Es la tesis del humanismo renacentista contra la filosofía tradicional, y de G.B. Vico: verum-factum.
``Todo es nada, sólida nada, y vano es mi dolor que en un determinado tiempo pasará y se anulará.'' El mismo universo, aunque reflorezca, envejece y se encamina hacia la muerte. Una reflexión que encontramos en el canto de La Ginestra (La retama): no quedará más que el devenir eterno e impasible de la naturaleza siempre verde. Los mundos acabados son círculos que se producen y se destruyen, alternando producción y destrucción. Se generan de la nada y terminan en la nada. ònica eterna es la Naturaleza. Las cosas y las criaturas, caducas y pasajeras, son las diversas formas de ser de la materia.
El aniquilamiento del ser es la raíz de la desesperación, y la infelicidad es la prueba de nuestra mortalidad. Pensar significa ser infelices porque el pensamiento es la corrupción del estado natural que hace perder la capacidad del ``sentir'' -Leopardi martilla continuamente en la distinción entre ``entender'' y ``sentir'': es necesario no sólo entender sino sentir- a medida que la naturaleza es alterada por la razón, por el exceso de civilización. Recordemos la frase de Rousseau: ``todo hombre que piensa es un ser corrupto''. Pero con una diferencia: en sus últimas reflexiones, cuando pasa del pesimismo histórico al pesimismo cósmico, Leopardi niega también la felicidad del estado natural de los antiguos en la que había creído. La felicidad pertenece a la niñez y a la infancia y a los pueblos todavía salvajes, como en las tierras californianas, donde aún existen incontaminadas las ilusiones. Antes de Leopardi, Esquilo también había hablado de las ``ciegas'' esperanzas que Prometeo ofreció a los mortales. Las ilusiones, dice el trágico griego, son el remedio, el fármaco contra la desesperación del aniquilamiento. Para Leopardi son la quiebra irrevocable, en Prometeo ve a la misma naturaleza humana que para sobrevivir da a sí misma esperanzas ciegas, la poesía, el perfume de la retama. La flor crece sobre las ruinas de la nada y el genio del poeta es la flor del desierto. Sólo la poesía que expresa la verdad puede suscitar entusiasmo, resucitar las ilusiones naturales (solidaridad, amor, libertad, etcétera). Sólo la poesía es producción inmediata de placer porque imitando la naturaleza, la asume en sí. La poesía es verdad porque manifiesta la naturaleza.
El dolor en Leopardi es la contraparte del deseo infinito de felicidad. Dice en el Zibaldone: ``La nulidad de todas las cosas, la insuficiencia de todos los placeres para llenarnos el alma, y la tendencia nuestra hacia un infinito que no entendemos, proviene de una razón muy sencilla, más que material, espiritual. El alma humana (y así todos los seres vivientes) esencialmente desea, y mira únicamente, aunque de diferentes maneras, al placer, es decir, a la felicidad. Este deseo no tiene límites, porque es congénito a la existencia; el deseo de placer no tiene límites por extensión porque es consustancial a nosotros no como deseo de uno o más placeres, sino como deseo del placer. El placer es abstracto e ilimitado.'' Este párrafo recuerda lo que dice Freud, de que el ser humano es ``un incansable buscador de placer''.
En estos últimos decenios el interés hacia Leopardi ha salido del ámbito italiano y ha despertado particularmente en Alemania, España y Estados Unidos de América. De especial importancia es el libro de un filósofo español y, cabe decirlo, también poeta, Rafael Argullol, quien publica en 1985 Leopardi: infelicidad y titanismo, en el cual coincide con muchas de las tesis de Severino, sin que los dos se hayan conocido. Argullol sitúa al poeta italiano en el contexto del romanticismo europeo, en los decenios del siglo XIX más fecundos e innovadores del Romanticismo, y lo confronta con otros grandes poetas, subrayando su superioridad filosófica. Leopardi ve con cruda lucidez, sin vendas, la verdad de la condición humana, al contrario de los mejores poetas románticos que se sirven de espejismos y refugios para enfrentar el vacío: Hlderlin recurre a la comunión cósmica con la naturaleza; Novalis al culto del amor; Nerval a la locura; Kleist se refugia en la muerteÉ Leopardi llega a una toma de conciencia cruda y sin vacilaciones, rechaza cualquier tipo de refugio, destruye los ídolos consolatorios. A los diecinueve años subraya en su Zibaldone la superioridad del espíritu antiguo sobre el espíritu moderno, consecuencia del predominio de la naturaleza entre los antiguos griegos y de su nula influencia sobre los modernos; por eso la mayor energeia de los antiguos. La decadencia humana, observa Leopardi, empieza con Platón. Sobre la ruinas del estado de naturaleza surge el cristianismo que sustituye la salvación y la contemplación con la acción, con la energeia. Platón ha sido el primero, lamenta Leopardi, en poner al ser humano fuera de la naturaleza y en colocarlo en el camino de la expiación que anticipa el castigo cristiano del cuerpo. El ser posplatónico es un ser sin identidad, desintegrado; en cambio para el ``hombre homérico'' la existencia había tenido un valor absoluto y había sido fuente de entusiasmo y de gloria. La crítica a la religión de Leopardi no es menos áspera que la de Nietzsche. La religión ha matado al estado de naturaleza. Las convicciones de Leopardi anticipan una vez más a Nietzsche.
Argullol hace depender el materialismo leopardiano de la Ilustración francesa, pero ésta cree en el progreso y en el reencuentro con el ser humano que, sin embargo, el poeta italiano rechaza. Se opone al progreso a partir de la revolución del renacimiento tardío: ``El sol de Galileo -dice Leopardi con una bella imagen- destronó a Apolo'', es decir, volvió la espalda a la poesía. Del pesimismo histórico inicial Leopardi pasará, después de años de estudio y de reflexiones, al pesimismo cósmico. El orden cósmico es ilimitado y hostil. La naturaleza es cruel y la infelicidad es un principio cósmico que gobierna al universo entero. Abismándose en la nada, el ser humano se sustrae al principio cósmico de la infelicidad. La muerte no concede la felicidad, como para otros románticos, sólo anula la infelicidad. Sin embargo, el pesimismo leopardiano no llega a la contemplación, al inmovilismo schopenhauereano con el cual ha sido siempre identificado sino que, con una total ausencia de autoconmiseración, llega a la resistencia titánica frente al destino humano. En él, concluye Argullol, está ya presente la figura del super hombre nietzschiano.