La Jornada Semanal, 27 de diciembre de 1998



Víctor Manuel Mendiola


Poesía

Hacia el Principio (I)

Entre el sinnúmero de señales que podemos observar en el congestionado tráfico de la poesía hispanoamericana (premios bien y mal dados, muchísimas pequeñas ediciones, pocas grandes editoriales con colecciones apreciables de poesía, revistas, diarios de poesía, una crítica en crecimiento, congresos por aquí y por allá, la desaparición de los grandes, los ``jóvenes'' de los años sesenta transformándose por fin en ``viejos'' y un grupo creciente de poetas nuevos) sobresale la oposición poesía lírica/poesía contralírica. En el centro de esta diferencia se encuentra la pertinencia o la impertinencia de la música y de las ideas: ¿alguna forma de armonía debe gobernar al poema? ¿Es posible establecer correspondencias sonoras y semánticas o, por el contrario, hay que evitarlas? ¿El ritmo del poema es la construcción de ningún ritmo o, por lo menos, de ninguno reconocible?

Los poetas fundadores de la poesía hispanoamericana, Neruda, Huidobro, Lezama, Vallejo, Girondo, Borges y Paz, actuaron por instinto bajo un ``programa'' que hoy nos da la impresión engañosa de claridad: romper con una práctica que a pesar del ideal romántico había producido un molde cerrado en la estética simbolista. Dirige el sentido de los textos de estos poetas abrir el paso a la carga caótica, tanto del mundo como de la imaginación. En Piedra de Sol, Paz llamó a esta liberación desvarío y, en Los hijos del limo, simultaneidad. Desfogar fuerzas, desatar amarras, abrir todos los grifos. Como se ha dicho de manera reiterada y ya monótona, el principio -a esta altura una verdad de perogrullo, si se puede hablar de principio- de esta acción es el azar, de acuerdo con las palabras del Mallarmé -no el de los sonetos sino el de un ``Coup de ds'' (tan interesante uno como el otro). Los poetas fundadores fueron muy lejos y no se detuvieron para mirar atrás. Excepto dos.

Borges y Paz tomaron distancia. El primero en forma tajante, el segundo de un modo más ecléctico. Borges rechazó a las vanguardias y a la oscuridad barroca; Paz encontró afinidades secretas entre la tradición y la modernidad, entre la vanguardia y el simbolismo, vio en él la línea de Martí, ``el universo habla mejor que el hombre'', un anuncio de la poesía contemporánea. Borges regresó, de una forma franca, a la música y a la idea -en los términos de Darío-; Paz estableció un juego dual entre caos y orden, entre ritmo e inteligencia y, de este modo, llevó hasta el límite el lema de los vasos comunicantes de Breton. Borges y Paz representan dos reacciones críticas al movimiento contralírico y a la consigna de destruir la estabilidad de la forma y del sentido. En los dos observamos una recuperación de la música y de la inteligencia. No pretendieron transformar la poesía en lección rimada, pero no renunciaron a los poderes de conocimiento de la misma. En realidad, en el contexto de nuestra poesía, realizaron la crítica de la crítica al reutilizar la armonía en un viaje de retorno. Pulsaron la lira sin dobleces pero también sin ingenuidad. Cada uno a su manera fue lírico sin pena ni dolor (Borges tal vez de un modo más natural). En sincronía con el concepto de diferencia, la inevitable repetición creadora de la lengua no se les colaba por la puerta trasera. Ellos abrían la puerta.

La mayor parte de los poetas que siguieron a los fundadores repitieron y, a veces, radicalizaron el método del azar con experimentos cada vez más excéntricos o con poderosas acumulaciones verbales. Muy pocos intentaron sincronizar los términos excluyentes de la oposición tradición/modernidad que escondía la oposición sentimiento/inteligencia (una excepción es Severo Sarduy). Poetas como Enrique Molina, Emilio Adolfo Westphalen, Juan Liscano, Enrique Lihn, Marco Antonio Montes de Oca, Braulio Arenas, José Carlos Becerra, Olga Orozco, y muchos más, muestran en sus poemas la fe en una imaginación sin diques y en el poder multiplicador de la palabra. En ellos, la poesía avanza como una marea o una maleza y también como un amontonamiento de cacharros y cachivaches. Desde esta perspectiva, lo que ahora llamamos ``neobarroco'' o poesía del lenguaje representa una prolongación extrema y renovada del principio del azar y de la proliferación verbal pero, sobre todo, de la búsqueda antilírica. Sin embargo, es curioso observar cómo estos autores reintroducen un preciosismo, si no de la misma clase, sí de las mismas proporciones que el creado por la lírica decimonónica del modernismo. Tanto en unos como en otros podemos ver una tendencia a hermosear la realidad o, en el lado opuesto, el deseo. Nada más que en los poetas de la vanguardia o en los continuadores de ella, no es la música convencional del verso el procedimiento estetizante sino el culto a la imagen. Las vanguardias crearon un segundo lirismo no tan distinto del primero. O mejor dicho, pusieron en marcha un lirismo tan ingenuo como el que atacaban al mantener la diferencia romántica entre sentimiento y razón. Quizás una manera de aproximarse a la radicalidad de Nicanor Parra, Ernesto Cardenal, Ernesto Mejía Sánchez, Heberto Padilla y José Emilio Pacheco, por un lado, y de Gastón Baquero, Roberto Juarroz, Eduardo Lizalde, Tomás Segovia, Hugo Gutiérrez Vega, Gabriel Zaid, Ulalume González de León, Alejandra Pizarnik, Severo Sarduy, Eugenio Montejo y Homero Aridjis, por otro, sea entender que ellos representan dos reacciones a este preciosismo y solemnidad urdidos alrededor de la imagen disparada y espesa y, al mismo tiempo, vacía. Los primeros reivindicaban el valor de la palabra hablada y de un lenguaje a ras de suelo, y los segundos captaban la idea de una cosa y, a veces, su música. Unos más irónicos y desenfadados; otros con una analogía más precisa. La poesía ha perdido lectores porque el mundo se ha hecho banal, pero también porque en muchos casos nos entrega, de un modo exclusivo, un repertorio de arrobos y discursos inflados. Si el poeta está, como dice Aridjis, en peligro de extinción, es porque la poesía sólo tiene un valor literario y no se puede leer fuera de ese plano. Tomás Segovia, al hablar de Octavio Paz, lo dijo así: ``un verdadero poema es un texto que exige imperiosamente ser leído fuera de la literatura''.